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Argonáuticas 2.0

Detectivismo Literario

Exposiciones Espontáneas (5)

domingo, junio 25, 2006

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:33 a. m. | Enlaces | 1 comentarios |

El afán por el comienzo

Tengo, entre tantas otras, una pequeña manía privada: me fascinan los comienzos, los prólogos apócrifos, las primeras páginas de las novelas, el primer párrafo de un cuento. Me pasa, incluso, con libros científicos. Me encanta leer los párrafos donde el autor (a quien con casi toda seguridad tendré que seguir vestido de traje formal durante las doscientas, las quinientas páginas siguientes) se permite un pequeño episodio íntimo repleto de historias sobre la dificultad para encontrar un cierto material mimeografeado que, para su suerte, Miss Samantha Fitzgerald puso a su disposición desde una remota biblioteca de Ohio, por siempre silenciosa entre sus lámparas de viceras verdes. O el valor que significó, cierta tarde, un descubrimiento inesperado en el jardín que le cambió, con una ráfaga del mismo aire del otoño, todas las ideas y preconcepciones que hasta entonces había atesorado.

Hace años, cuando era un adolescenten decidí (como un mero experimento de romanticismo inspirado en un momento de menguados presupuestos) leer sin pagar, por partes, una novela de Alfredo Bryce Echenique. El libro era largo y, como tantas veces las clases en la universidad eran aburridas repeticiones de un esquema antiguo y gastado sobre una pared de ladrillos naranjas, me inventé un pequeño regalo que consistía en leer de pie ante los anaqueles de la librería desde un ventanal inmenso que me permitía ver, a ratos, el brillo de la lluvia de Junio sobre de los árboles y la grama del campus. No recuerdo ahora si la terminé, lo que sí recuerdo es un epígrafe o un párrafo al principio del libro en el que Bryce Echenique recordaba a Borges y comentaba, con razón, la extraña condición de los prólogos: esa cosa que se escribe al final, se coloca al principio y casi nadie lee.

En el caso de Borges los prólogos son, serán siempre, una pieza de ficción memorable. Pienso ahora, por ejemplo, en esa bella ensoñación que sirve como prólogo a las primeras páginas de El Hacedor y que tiene como personaje el espectro ficticio de Lugones, donde se lee:

Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado má- gicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

Ibant obscuri sola sub norte per umbras


Otro prólogo maravilloso, que leí una y otra vez durante algunos meses vertiginosos de finales de los noventa, es el reporte apócrifo que sirve de inicio a el nombre de la rosa de Umberto Eco y que comienza con ese guiño paródico de: Naturalmente, un manuscrito. Arranca así:

El 16 de Agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, Le manuscript de Dom Adson de Melk, traduit en français d`après 1`édition de Dom J. Mabillon (Aus presses de l`Abbaye de la Source, París, 1842). El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquél gran estudioso del siglo XVII a quien tanto deben los estudiosos de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera austrica en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio [...]

Así podríamos seguir en una digresión larga y apasionada, toda la noche.

Recuerdo todo esto pues ayer mismo, revisando entre los drafts de estas argonáuticas encontré una referencia que, hace un par de meses, hacía JorgeLetralia a un blog titulado comienzo para bulldozers. La idea de su autor, es sencilla y brillante: post que suponen, uno tras otro, principios de cuentos, novelas y ensayos.

La intención acaba por ser, también, un propósito con el que no cuesta mucho ser solidario: lidiar con el horror de la página en blanco. O lo que, sospecho, es como decir lo mismo: lidiar con el precipicio que nos separa de un universo fantástico cuando, de este lado, todo es tan común, tan regular, tan chato.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:33 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Je t´aime beaucoup

sábado, junio 24, 2006

Tú estabas de un bueno el jueves
Y yo llamo y te digo lindo
En vez de bueno
Y tú gracias
Y yo I love you
Y tú risas
Y pienso que los blancos
Reencarnan en indios
E insisto:
"Je t´aime beaucoup
Vous êtes la femme la plus belle du monde"
Y tú:
"Merci, je t´aime aussi"
Y yo nota
Y tú anyway
Como una chica rubia de Texas
Y yo goodbye


Miguel James, Je t´aime beaucoup

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:32 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Barón Rojo

domingo, junio 18, 2006

Y entonces eso. Entonces uno tiene semanas archivando el link a un patético videoclip de Lordi, Would you love a monsterman?, una cancioncita de inspiración ochentosa, sensiblera, pero que aún así ha sido el disparador de un recuerdo que quizá pueda estar enterrado en algún territorio dormido de principios de los noventa. Un recuerdo que abre una ventana a toda una época, todo un estado anímico, una reacción en cadena. El recuerdo, creo, comienza en la habitación de mi amigo Toto, un cuarto repleto de señales de tránsito robadas (flechas de cruce, signos de sobrealto, incluso un bastón amarillo de cemento que, alguna vez, debió servir de indicador en algún estacionamiento), un mediodía de algún mes del tiempo de lluvias, con otros compañeros. Recuerdo el motivo de ese encuentro: Toto era el líder natural de nuestro grupo. Un tipo enérgico, de mandíbula quebrada y, al mismo tiempo, sereno y comprensivo. Como todo líder natural Toto escondía conocimientos, valiosos secretos que el resto de nosotros no conocíamos. Esa vez nos mostraba uno: Obstinato, el que entonces era el disco más reciente de Barón Rojo. Una secuencia de melodías estridentes sin las cuales, insinuaba, no podía dormir; el recuerdo me lleva, luego, a las tardes en las que, conversando con Jessica Smith (una mezcla explosiva entre un padre escocés y una madre nacida en el alto Apure) escuché por primera vez la versión más primorosa sobre Justine o los infortunios de la virtud de Sade; de las veces en las que me escapé de clases para sentarme a leer poesía en una plaza que aún existe, pero que no es ni la sombra de un universo de árboles, de palomas, de frío. Escucho la canción y, recuerdo, por diferencia, las veces que mis amigos del colegio cantaban las canciones de moda en plazas que los años llenó de basura y aridez; de las vez que fuimos de excursión y alguien (no podría recordar quién) hizo colocar un cassette con canciones de Silvio Rodríguez; o de la vez que, en otra excursión, acabé encontrándome con los labios húmedos, palpitantes, de una adolescente silenciosa y desesperadamente inteligente que, semanas después, se excusaba después de una conversación telefónica en la que estaba muy cerca de su mamá, diciendo, oye, disculpa que estaba tan lacónica y, entonces, yo tuve que colgar el teléfono y consultar un diccionario junto a un balcón donde caía el sol pesado de las tardes de agosto. Era un tiempo donde leía libros de poesía melosa y empedernida que el pudor casi no me permite recordar, un tiempo donde de un modo íntimo, de un modo que se resistía a las palabras, comprendía que la estética era la denotación más sutil de toda ética. Un tiempo donde la lluvia era una oportunidad, una alegría, en tanto el mundo estaba repleto de adolescentes tetonas e histéricas con las que de tanto en tanto se iniciaba un juego de simulaciones que no terminaba en ninguna cama. El recuerdo es eso, sin serlo del todo. Es el eco de un tiempo que pasó. El fantasma de una serie de ingenuidades que se repetían en una cuidad amplia, plana, una ciudad repleta de árboles, unas calles por las que uno podía caminar repleto de la única cosa que nos pertenecía, de ese latido sorprendido que era descubrir el mundo, que era la esperanza. Veo ese videoclip de Lordi, irremediablemente pavoso, veo el maquillaje kitsch de unos monstruos que no asustan, que no aterran y entonces pienso que descubrir el mundo es siempre un gesto que significa un salto más allá de la barrera del miedo, un optimismo que, con los años, va dando paso a un inventario leve y casi tierno de infortunios. Escucho esa canción y pienso en los gestos paródicos. Pienso en la manera agridulce como el presente nos invita a mirar el pasado. En la cálida ternura que guarda tras de sí toda nostalgia. Escucho la canción y pienso que, a su manera, el afán por Barón Rojo del pana Toto fue siempre la manifestación de unos fantasmas definidos, de una violencia privada. La ruptura de su familia, de su mundo, el saber que estaba a punto de quedar sin casa, el descubrir que su papá estaba metido en unos líos de deudas, mujeres, familias paralelas. Escucho la ingenuidad de un monstruo que pregunta si alguien le podría querer y pienso que, después de todo, llegó un tiempo en el que no hubo más Justine para Jessica Smith, quien años después, convertida en ferviente defensora del preservativo, habría de proponerme un revolcón, cuando ya era madre de una niña rubia como ella y recién comenzaba a recuperarse de una enfermedad venérea. Pienso en el modo como el silencio de aquella otra antigua adolescente lacónica quedó lejos de la dictadura familiar, de ese huerto cerrado en el que ocurría su vida la vez en la que, años después, pasó casi toda una noche metida en una cama junto a mí porque estaba sola y era diciembre y los dos éramos, entonces, las dos únicas personas que quedaban en mitad de la madrugada. Escucho la canción y pienso, con ternura, en el diminuto inventario de cosas gastadas: un recorrido minucioso por algo que se repite una y otra vez, pues a su manera, es también una las versiones del mundo. No más barones rojos, rabiosos, superfluos, ingenuos. Escucho a Lordi, miro a esos ejecutantes de la remota laponia, y entonces comprendo que el pana Toto no fue jamás el más fuerte, el más intenso, como tantas veces pensé al ver sus discos de comegato que jamás llegaron a gustarme, al mirar sus fotos de conciertos imposibles repletos de corderos y rituales sangrientos que, en el fondo, siempre me parecieron meros gestos efectistas y cursis. Comprendo, al ver a Lordi, al visitar esos recuerdos, que el pana Toto apenas si intentaba que la estridencia de la música silenciara un terror más íntimo, un terror de acontecimientos habituales. Eso es, quizá, lo único que lamento de no haber comprendido. Aún así, cómo diablos podríamos saberlo entonces. Éramos adolescentes, recién comenzaba todo. Cuando uno sabe esas cosas es porque ya se volvió un adulto. Es porque el tiempo ya ha pasado, se ha ido, un poco a la manera de un Manfred von Richtofen que se estrella contra el peso del aire.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:31 a. m. | Enlaces | 2 comentarios |

Exposiciones Espontáneas (4)

martes, junio 13, 2006

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:30 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Urbis et Orbis



Me he estado leyendo De la Urbe para el Orbe: Nueva Narrativa Urbana, el libro que recoge las quince narraciones que participaron en la Semana de la Nueva Narrativa Urbana organizadas por Ana Teresa Torres con el apoyo de Héctor Torres.

Me gustan los cuentos. Me agradan, incluso, aquellos que quizá no corresponden enteramente con el tipo de imaginario que suelo escoger como lector. Me gusta, por ejemplo, que las historias que he leído prescindan de ese fastidioso hábito antropológico de querer retratar lo que somos, lo que vamos siendo, a la manera de un aburrido (y después de todo, inocuo) panfleto seduosociológico. Me gusta que prescindan de la moralina machacona y fastidiosa de trasmitir un mensaje, de crear conciencia o cualquier otro género del aburrimiento con los que, por tantos años, la literatura ha tenido que vérselas. Me gusta que no sea tan desesperadamente imprescindible la ejecución de asesinatos en masa, la discusión sobre el curioso interés que una puta de la avenida Solano parece tener respecto a las Obras completas de Vladimir Nabokov o el hecho de que, por los motivos que sean, los autores no estén necesariamente impelidos a discutir sobre el vómito y el habla gruesa como un modo de juntar una frase más o menos comprensible.

En fin, me gusta que sean quince cuentos escritos al aire de cada quien, sin necesidad de recurrir al expediente marchito de una literatura por prescripción.

Sin embargo, a un paso más allá, tendría que decir que casi me gustan más ciertos efectos extra-literarios relacionados con la edición de esos quince cuentos.

El primero gusto tiene que ver con el hecho de que una escritora como Ana Teresa Torres, en plena momento de ejecución de su apuesta narrativa, se tome el trabajo y la delicadeza de promover una iniciativa como esta: un lugar para voces poco conocidas, un lugar para impulsar un episodio sonoro. El gesto, me parece, vale aún más si se piensa que, después de todo, las buenas intenciones de promoción de la literatura no suelen ser un espacio particularmente frecuente en un medio repleto de relaciones que, para bien o para mal, tantas veces están fundadas en la amistad y el compañerismo.

Me gusta, además, ver el modo como el radar de Héctor Torres desde ese breve oasis de buena prosa que es ficcionbreve se materializa en ese gesto concreto que permitió reunir a unos cuantos autores que vienen produciendo sus cosas en el país. No es decir poco que el trabajo de compilación del pana Tower pueda extenderse a la acción concreta de facilitar una convocatoria, a precisar esa empresa en apariencia ríspida como lo es la organización de una serie de lecturas durante toda una semana.

Me gusta el que, además, el evento pudiese contar con la presentación de escritores con un camino construido en la literatura nacional como Antonio López Ortega, Michaelle Ascencio, Eduardo Liendo, José Napoleón Oropeza y José Pulido, así como con un prólogo de Luis Barrera Linares. El gesto, creo, señala mucho más que una buena educación: ilustra la disposición de generaciones anteriores que, en el fragor del propio trabajo, también encuentran un lugar para mirar las nuevas producciones.

Por último, me gusta que todo esto pueda ocurrir en un marco que no deja de tener algo de institucional, como se desprende de la participación del Pen Club de Venezuela y la Fundación Cultural Chacao, en cuanto a la organización de la Semana, así como de la editorial Alfadil, en cuanto a la apuesta por la publicación del libro.

Creo que el caso de la participación de Alfadil es promisorio, en varios sentidos. Es más que un gesto que una editorial privada, cuya apuesta está basada en el tantas veces esquivo terreno de los cálculos económicos, se tome el trabajo de editar un libro con esos quince relatos. Me gusta pues, en un acto de imaginación, quiero pensar que tal decisión representa un eslabón valioso en el difícil camino de superar un panorama nacional donde las ediciones parecen estar a cargo de entidades tan bien intencionadas como inocuas como el Ateneo de Bobures o ese rinoceronte triste, inevitablemente confiscado que es Monte Avila Editores, desde cuyas solapas el gobierno bolivariano avanza, a paso de vencedores, sea lo que sea lo que eso signifique.

Me gustó, además, que el Pen Club tuviese el detalle de ofrecer una compensación económica a los autores por la lectura realizada. Habla de una idea de fondo, de una intención que, en ese caso, es un hecho: el valor de la profesionalización del oficio, el valor de la literatura como algo más que un divertimento en momentos de ocio, de un trabajo que sobrepasa el compartimiento complaciente de la laborterapia.

Ver todo eso, ver el engranaje de todas esas felices correspondencia es algo que, en perspectiva, varias semanas después del evento, se agradece.

Mi agradecimiento tiene que ver no sólo con el hecho de permitir que un cuento escrito por la identidad real que yace bajo este doppelgänger que es Rodrigo Coll pudiese formar parte de esa experiencia. Más importante que eso, más significativo que eso, es la oportunidad de mirar al rededor y ver que, pese a los funestos comentarios que suele reservarse para la producción narrativa dentro de un país, la Semana de la Narrativa y el libro resultante vienen a ofrecer una bocanada de aire fresco en medio de ese terreno que tantas veces impone tan difíciles pruebas para la esperanza.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:30 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Cocodrilia

martes, junio 06, 2006

Para vivir en un país en el que día a día construimos un inmenso barril de pólvora administrado por piromaniacos creo ser, realmente, un tipo afortunado. Mi fortuna refiere, ante todo, a ciertos beneficios inmateriales, a determinados arreglos que van, digamos, de unos cuantos lugares donde existe algo que se parece demasiado a la paz, al hogar, a ciertas tardes donde el atardecer es una llama desesperada, a determinados olores, a uno que otro momento en el que tengo a mi lado las compañías que quiero, a uno que otro email conmovedor, a una proporción entrañable de rostros, de miradas, a ciertas páginas a las que de tanto en tanto vuelvo en silencio. A ciertas precisas esperanzas que me acompañan desde hace años.

Esa fastidiosa pirotecnia de los salvadores, esa retreta militar de los elegidos, ese experimento de mala prosa demagógica que es el gobierno neobolivariano me resulta, después de todo, un eco molesto, pertinaz. Pero también es un eco que no logra apagar mi interés por la vida y sus significados. Que no logra oscurecer el inmenso agradecimiento de poder estar en este mundo y vivir sus cálidas sorpresas.

No tengo nada en contra de aquellos para quienes un militar obsceno, fastidioso, manipulador y autoritario representa una de las mejores cosas que les podría pasar en sus existencias. Allá ellos: siempre he tenido poco interés por los mítines y la novela picaresca. No es mi problema. De hecho, casi puedo simpatizar con las ilusiones de aquellos para quienes una revolución falsa es una estrella de cartón (pero una estrella, después de todo) en mitad de unas vida donde siempre se ha estado excluido los beneficios de un estado que casi siempre ha sido rico, de aquellos para quienes una promesa falsa vale algo, pues después de todo esa falsedad es lo más cercano a algún tipo de esperanza.

Contra quienes sí tengo algo es contra quienes se valen de una mala literatura demagógica para ganar ese breve trofeo mezquino de ser los nuevos amos, los nuevos terratenientes, los nuevos ricos. Contra quien generalmente suelo tener algo es contra todo aquél que detenta el poder y saca de él sus propios beneficios en el nombre abstracto de un pueblo que, después de todo, apenas si suele ser el reflejo de él mismo en el espejo.

Conozco a mucha gente a quienes la acción de los personajes del neopopulismo chavista les ha producido daños duraderos. Pienso en aquellos vecinos cuya hija murió sin recibir un apoyo económico del estado neobolivariano por el delito de tener unos padres que firmaron para solicitar un referéndum revocatorio contra el teniente coronel iluminado. Pienso en aquella otra mujer que quedó sin trabajo por el mismo motivo. Pienso en la Señora Maritza Ron, asesinada por un grupete de boinas rojas después del revocatorio. En Keyla, la adolescente que también murió en la plaza Altamira después de los disparos de un loco para quien la televisión venezolana era algo terrible y conspirativo: como si esa pudiese ser una idea nueva. En los simpatizantes del chavismo que también han muerto y cuyos asesinos son, todavía, un nombre desconocido, pues a final de cuentas el estado está para algo más importante que hacer justicia: está para mantenerse hasta donde sea posible. Pienso en las personas que aprecio que han perdido sus trabajos por reducciones de personal, por mudanzas de ese pájaro nervioso y migratorio que es el capital privado. En los muchos que se han ido. Pienso, además, en esa minoría de cuatro o cinco millones y tanto de ciudadanos que votaron a favor de la revocatoria del mandato del teniente coronel Chávez y que, desde el mismo centro del estado, son calificados con la noción peyorativa de escuálidos, como si el sólo hecho de adversar a un militar obeso y bocazas pudiese ser un equivalente al delito de traición a la patria.

Todas esas cosas me han alentado, una que otra vez, a componer un post donde pueda dejar el susurro de una voz. El vago, el casi desencantado intento de soltar una botella a un mar con una nota que dice algo sobre el dolor, sobre la tristeza, sobre la indignación.

Aún así, hablar sobre eso implica, necesariamente, el gesto de tragar duro, el gesto de saber que apenas si se acomete una nota de incomodidad en un pergamino mucho más intrincado, pues ese objeto redondo y mezquino que llamamos mundo tiene ya, de por sí, muchas otras tragedias de qué ocuparse. La filotiranía es una pasión humana. De poco vale que cuentes tu tragedia. Cuesta llegar al megáfono. La cola es larga.

Después de todo, la única esperanza ante el absurdo de un grupo de poder es su inevitable caducidad. La más triste posibilidad ante un mal gobierno es la dura realidad de saber que el siguiente siempre podría ser peor.

Pienso que es por eso que decir todas estas cosas es hablar de algo que, en el fondo, se impone desde afuera, desde el mundo, desde el calor de la calle, desde el fastidio. Hablar de estas cosas es hablar de algo que, después de todo, tiene poco o nada que ver con el propósito de estas argonáuticas. Un blog que, como indica su descripción, es una bitácora de literatura, de imagen, de internet (sea lo que sea lo que esto último signifique).

Allí, precisamente, es cuando uno se topa con un dilema. Este: ¿tendrá algún sentido desvirtuar un espacio que intenta ser grato, que intenta ser sereno, en beneficio de comentarios que, después de todo, ya han sido dichos? Y su contraparte, su contra-argumento: ¿tiene sentido guardar silencio cuando vives en un lugar donde tu silencio es, al mismo tiempo, un gesto esperado por quien controla el poder?

Durante las manifestaciones de 2002 alguna vez vi por televisión a un militar de barriga prominente y de patillas inmensas como chuletas intentado negociar con una manifestación en nombre de ese fantasma difuso y obsecuente de ser, después de todo, el tipo que tiene la pistola en la mano. Su proposición era sencilla, ingenua, estúpida: por qué mejor no dejan de manifestar, por qué mejor no se quedaban tranquilos.

Meses atrás, recibí algunos comentarios y uno que otro correo de algunos neochavistas todavía amigos, para quienes hacer comentarios desfavorables al gobierno era, en cierta forma, una conducta políticamente incorrecta. O peor: un exceso, una exageración. Peor aún: un preocupante indicio de manipulación emanado de la oficina de estado norteamericano, un complot comandado por la CIA y repetido millones de veces por ese monstruo recientemente maldito que son las televisoras venezolanas, como si uno no pudiese hacerse una idea del mundo y pensar lo que mejor le venga en gana.

Merecen mi respeto como personas. Pero se trata de una idea absolutamente imbécil.

La voz personal de una minoría en mitad de un país donde se vive con miedo es (quiero pensar) la afirmación de un gesto desesperadamente humano. O más precisamente: la afirmación de un humanismo. Eso sola idea tendría ya un sentido a la hora de optar por mantener esa voz. Puestos entonces en tal encrucijada a uno no le que da más remedio que preguntarse, como diría un característico panfleto propagandístico de ese otro elefante productor de mala prosa que fue el bolcheviquismo: "Y entonces, camaradas, ¿qué hacer?"

La solución, sospecho, es redonda y sencilla como una arepa: construirse un espacio para garabatear unas palabras en mitad de una amenaza unidimensional y, sobre todo, fanática de ese remanente vagamente reptil que significan los nuevos amos; dejar al fin en paz a este pobre blogcito ideado para hablar sobre lo más íntimo, lo más personal, lo más significativo: las cosas que realmente nos gustan, las cosas que libremente elegimos.

Ese espacio existe ya. Y es una invención colaborativa entre unos cuantos amigos. Se llama cocodrilia. Su nombre habla solo. Su nombre indica el interés por cierta taxonomía que no acaba de extinguirse, que posiblemente nos sobrevivirá. Se llega a él pulsando justo aquí.

Están todos invitados.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:29 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Presagios Funestos

sábado, junio 03, 2006

Primer presagio funesto: Diez años antes de venir los españoles primeramente se mostró un funesto presagio en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo.

Segundo presagio funesto: que sucedió aquí en México: por su propia cuenta se abrasó en llamas, se prendió en fuego: nadie tal vez le puso fuego, sino por su espontánea acción ardió la casa de Huitzilopochtli. Se llamaba su sitio divino, el sitio denominado " Tlacateccan" ("Casa de mando").

Tercer presagio funesto: Fue herido por un rayo un templo. Sólo de paja era: en donde se llama "Tzummulco".
1 El templo de Xiuhtecuhtli. No llovía recio, solo lloviznaba levemente. Así, se tuvo por presagio; decían de este modo: "No más fue golpe de Sol." Tampoco se oyó el trueno.

Cuarto presagio funesto: Cuando había aún Sol, cayó un fuego. En tres partes dividido: salió de donde el Sol se mete: iba derecho viendo a donde sale el Sol: como si fuera brasa, iba cayendo en lluvia de chispas. Larga se tendió su cauda; lejos llegó su cola. Y cuando visto fue, hubo gran alboroto: como si estuvieran tocando cascabeles.

Quinto presagio funesto: Hirvió el agua: el viento la hizo alborotarse hirviendo. Como si hirviera en furia, como si en pedazos se rompiera al revolverse. Fue su impulso muy lejos, se levanto muy alto. Llegó a los fundamentos de las casas: y derruidas las casas, se anegaron en agua. Eso fue en la laguna que está junto a nosotros.

Sexto presagio funesto: muchas veces se oía: una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos:
-¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos! Y a veces decía:
-Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré?

Séptimo presagio funesto: Muchas veces se atrapaba, se cogía algo en redes. Los que trabajaban en el agua cogieron cierto pájaro ceniciento como si fuera grulla. Luego lo llevaron a mostrar a Motecuhzoma, en la Casa de lo Negro (casa de estudio mágico)

Octavo presagio funesto: Muchas veces se mostraban a la gente hombres deformes, personas monstruosas. De dos cabezas pero un solo cuerpo. Las llevaban a la Casa de lo Negro; se las mostraban a Motecuhzoma. Cuando las había visto luego desaparecían

Tomado, editado y presagiado de esa bella y triste página que es: Visión de los Vencidos: Presagios de la venida de los españoles

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:29 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |