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Argonáuticas 2.0

Detectivismo Literario

ESVDLP: Ya en librerías

domingo, enero 31, 2010




El silencioso vuelo de los peces ya comienza a llegar a las librerías.

Tengo poco qué decirle de él que no sea agradecer el cuidado y precisión editorial del Dr. Carlos Pachecho, la magnífica corrección de José Manuel Guilarte y el trabajo puesto en el libro por parte del valioso equipo de la Editorial Equinoccio.

Este es el generoso comentario de Héctor Torres que se lee en la contraportada del libro:

Quien esté al tanto de la marcha actual de la narrativa en Venezuela reconocerá en este primer libro de ficción de Pedro Enrique Rodríguez el inicio de una prometedora carrera. Los catorce cuentos que lo componen se ciñen a una búsqueda permanente de la creación que constituye, ella misma, un programa estético singular. Todos ellos van en pos de ese tempo visual, de ese registro de la vida donde los problemas existenciales pasan por el tamiz de una serena indagación plástica, como queriéndonos decir que, incluso en la tragedia o el dolor, en la incomprensión o la soledad, si se los mira de la forma adecuada, puede encontrarse la belleza. Es otra manera de afirmar que la imaginación narrativa y la buena escritura pueden transformar la realidad en un constante fluir en el que siempre podremos aspirar a salvarnos. Incluso cuando aparentemente no haya salvación alguna.


Héctor Torres

Imagen: Argonáuticas 2.0

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 8:58 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

"Llamada en espera"

sábado, enero 30, 2010


Llamada en espera
© Natasha Tiniacos

Todo suspenso es repentino:
el vértigo de una lata de refresco
que ve inminente
su caída,
el enter que presiona la cajera
cuando el último yogur ha desfilado,
los frenos de un bus escolar
acelerando en la luz
amarilla,
el aterrizaje de un avión de papel
plegado con impaciencia,
la distancia entre la reja abierta
y la pulsión
de tu dedo sobre el timbre,
el sismo en mi columna
frente al ojo de buey,
los segundos que laceran mi tímpano,
tu sombra,
tus pasos como el vapor
desvaneciéndose en las lámparas,
la lluvia esmeralda sobre la acera,

(…)

Aló.


Vía: Vademécum
Imagen vía: America´s Classic Rotary Phones

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:29 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Batallas

domingo, enero 24, 2010


Es sábado. Desde temprano, cuando mi esposa salió de casa al consultorio donde estará trabajando como psicóloga infantil hasta después del mediodía, estoy solo con mi hija de 3 años y 3 meses. Como todo sábado, mi hija y yo bajamos a la cocina, preparamos un desayuno que comemos conversando, jugando, en fin, viviendo de la mejor forma posible ese privilegio efímero y fascinante que es ver aparecer un sábado en su estuche de juguete nuevo, de horas sin asuntos pendientes. Es sábado23 de enero, día de marchas: el día en que se celebra la caída del penúltimo militar del siglo XX. Termina un mes duro, repleto de cortes de luz, de agua, de relatos violentos, del peligro que corrió en dos ocasiones mi esposa, cerca de dos tiroteos, del discurso cada vez más ruin y demagógico de los nuevos dueños del país, de un sujeto bocazas y aburrido que, como un círculo que se repite una y otra vez en la historia, hace las veces de mandamás, de todopoderoso, de simpaticón, de nuevo gendarme necesario. Pero es de mañana y todas esas cosas están, todavía, un poco lejos: exorcizadas por la sonrisa de mi hija, por el amarillo licuado y casi transparente de la luz que entra por la ventana de la cocina. Así, tomando el desayuno, mirando una película, acompañándola a jugar, de pronto ambos recordamos una promesa que le había hecho desde temprano: comprar chocolates y helados para el resto del fin de semana. Puesto que hay una cadena de supermercados a poco más de una cuadra de nuestra casa, decido que no estaría mal comprar algunas otras cosas para ella. Mi hija tiene 3 años y 3 meses: es veloz, feliz, temeraria. Por precaución, por seguridad, decido llevarla sentada en su coche. En el camino, ella sube y baja el toldito, disfruta del sol, voltea de tanto en tanto y me sonríe. En el supemercado, colabora llevando en sus piernas los objetos que seleccionamos para ella: chocolates de leche, galletas de plantilla, leche deslactosada, jugos de durazno, helado de chocolate. Serena, cívica, me acompaña durante la cola de la caja. Conversa con algunas señoras sobre las cosas que realmente le interesan en la vida: el disfraz de Stephanie, de Lazy Town, que le prometimos para carnavales; un juego de muñecas; una historia de su amiga Isabella; el temor que siente por los fuegos artificiales. Pagamos, coloco las bolsas en las agarraderas a ambos lados del coche y salimos en dirección a la casa. A medio camino, nos encontramos con que una camioneta se ha trepado en la acera, justo junto a un árbol, y no existe ni un pequeño espacio que permita continuar. A un lado, en la calle, pasan carros a una velocidad que no podría considerarse baja, entre un caos de otros carros estacionados en la calle. Es un riesgo, pero aún así no queda alternativa. Me aseguro que no venga ningún carro y bajo a la calle con el coche. Al pasar junto a la camioneta, noto que el conductor, un sujeto vestido con ropa deportiva, lee con actitud bobina la página de deportes de un periódico. Toco el vidrio, el conductor me mira y lo baja: noto que, sentado en el asiento de atrás, está un niño de no más de siete años. Le digo que al estacionarse en toda la acera, le cierra el paso a todos los peatones. Que esa calle está llena de viejitos, que es un peligro que yo deba pasar el coche de mi hija por la calle. El sujeto parece pensar. Lo hace, de hecho, y me responde que el tiene poco tiempo estacionado allí. No comprendo de qué forma el problema temporal resuelve las implicaciones del problema espacial. Pienso, sí, que es la típica respuesta autoreferencial de una ciudad donde la noción de convivencia es sólo un tópico. Se lo digo. El sujeto, sin embargo, parece encontrar en su argumento una legitimidad recóndita, libertaria, quizá flamígera, pues de pronto cambia su actitud perpleja y me dice, furioso: Es más chico, ¿por que tú me tocas el vidrio así? La pregunta, en medio de todo, me da risa. Le respondo: Pana, y ¿cómo quieres que te toque el vidrio? ¿en inglés? El sujeto pierde el control. Grita, se agita, tiembla. Entre escupitajos (indicador de mala dicción) vocifera que él se para donde a él le de la gana, que él hace la mierda que le dé la gana, esencialmente, porque yo me puedo ir al coño de la madre en la medida en que él es él y le importa una mierda cualquier mierda, frase que, se le mire por donde se le mire, está repleta de una cadena significativa de contrasentidos. Pienso en eso. Noto que, sentadito en su asiento, el niño lo mira, con miedo. Abajo, en el coche, mi hija me mira a mí, perpleja. Considero en un instante frío, silencioso, total, el fácil gesto de desplazar mi mano izquierda (soy zurdo) y darle un golpe seco y feroz justo en el centro de la cara. Es un instante, pero sé en ese instante que soy más fuerte que él, que el golpe sería exacto, que le partiría la nariz, que el sujeto no podría reponerse fácilmente, que el placer que sentiría al verle asimilar la violencia de mi golpe sería un pequeño regalo de la fisiología: una galleta rota con placer. Pienso (como en la lámina de un libro) en el hueso nasal, en la fragilidad de la sutura internasal. Casi al mismo tiempo pienso en el terror que sentirá mi hija en el coche, en un niño sentado en el puesto trasero, en la desolada condición de encontrarme junto a un imbécil al volante de algo que sobrepasa los 1500 kg. y una potencia de 6000 rpm con la nariz fracturada, sangrando a borbotones. Pienso, además, en mi fantasiosa suposición de que el término ciudadanía debe tener algún sentido, en mi romántica esperanza de vivir en un país y no en lo que realmente vivo: un territorio repleto de sobrevivientes torpes, egoístas, simples, esencialmente estúpidos y, por todos esos motivos, por todas esas imaginaciones, decido seguir mi camino. Al hacerlo, dos, tres metros más allá, cuando al fin volvemos a la acera, mi hija me pregunta: Papi, qué dijo ese sheñor. Le digo: dijo que es feo y que además es tan estúpido que le gusta ser feo. Mi hija, de 3 años y 3 meses, hace un gesto de pesar con la boca y dice: Aaaah. Siento la nítida punzada de dolor de quien comprende que este no es, ni de lejos, el mundo que quisiera para ella. Que ese episodio frente a un sujeto obsceno, simplón, abusivo, que se orienta en la ciudad según su mediocre espacio privado es sólo una parte del libreto de siempre, de la misma vieja historia de lo que siempre hemos sido, de lo que quizá nunca dejaremos de ser. Caminando el trayecto final a nuestra casa, de pronto siento (como otras veces), que recordar aquél remoto 23 de enero de 1958 es recordar, apenas, una pequeña parte de las luchas libradas y por librar. De hecho, la parte más pequeña.



Imagen: identificación de autor pendiente

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:31 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Una ciudad vasta y plana

jueves, enero 07, 2010

No lo pensaba entonces, pero a mí me gustaba ir al apartamento de K. porque su balcón era un panóptico desde el que era posible ver la línea alucinada de un valle que, ahora, es sólo una fotografía en el recuerdo, pero que en su momento era la forma del mundo, el tamaño mismo del universo. Recuerdo bien ese paisaje. Recuerdo que, a lo lejos, se dibujaba el recorte azul de una hilera de montañas tenues a la vez que, de un lado, flotaba como en una bruma de mentira el azul plácido de un lago. Más a la izquierda, crecía la caligrafía salvaje de los pastos, las cuadrículas verdes de los sembradíos de caña de azúcar y, si uno se fijaba con detenimiento al fondo, en días despejados era posible ver la forma de unos morros afilados en la distancia, como el decorado de una historia china.

Más cerca, abajo, la ciudad era un suspiro perdido entre los árboles. Un arañazo que crecía o se escondía entre la fronda de los samanes y los eucaliptos. A veces, mirando desde ese balcón, yo jugaba a ubicar entre tanto follaje el techo de la terminal de autobuses, con sus canaletas funcionalistas pintadas de azul y rojo. El vacío que dejaban las plazas del centro desde el que, de tanto en tanto, estallaba el vuelo de las bandadas de palomas nerviosas. O la caminería de azulejos desteñidos de la plaza Bolivar donde, al caer la tarde, flotaba el amarillo triste de las bombillas que iluminaban el meticuloso sopor de tantos amantes escapados.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:39 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Un poema de Víctor Valera Mora

lunes, enero 04, 2010


Es absurdo es aburrido
Levantar murallas de soles y estrellas
En defensa del hombre y sus combates
Pero repetir hasta el infinito
“me celebro en el espumoso deseo
Como una deidad exorcizada y sola”
Si es poético
Irremisiblemente poético
Entonces
Sed indulgente con la poesía
Y seguid velando desde las aguas negras

Víctor Valera Mora

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:58 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |