Febrero, 1997
viernes, febrero 02, 2007
Era febrero. Las luces de los cerros titilaban desde su amarillo de ahogado sobre el fondo negro de la ciudad dormida. La avenida se perdía en la distancia, con el mismo efecto desquiciado de un dibujo de Escher. Una pasión rubia y tormentosa le había demorado más de lo debido entre escaramuzas y ardores inconclusos dentro del breve espacio de unos pantalones cortos de bluejean a medio abrir, para lanzarle a la calle sola en una hora inconveniente, en mitad de la balada del plomo y el cuchillo, con el olor de su sexo pulposo entre sus dedos. Su cuarto de alquiler no estaba lejos, pero la soledad de la noche y el recuerdo amargo de una Smith & Weason apuntándole a la sien en un reciente recorrido nocturno por las calles oscuras, le hicieron decidir (mientras suspiraba desde un aliento de dos), que si bien era preciso atesorar sus menguados recursos con alguna sana avaricia, tendría que tomar un taxi. Un despilfarro, quizá, pero siempre algo mejor que un disparo en mitad de la calle. La ceremonia de la salsa ketchup. El falso sentido literario que lleva implícito todo obituario. Ya conocía, creía conocer el lugar preciso de la pasión. Ese lugar era el movimiento circular de unas caderas en rotación continua. Un abismo sudoroso, un chapoteo de blanda monotonía, una lección de física newtoniana sobre una cama de sábanas dispersas. En algún lugar estaba un triángulo ardoroso que se abría a una versión del paraíso que no requería la palabra amor. Nada personal, después de todo. Un efecto atávico demasiado repleto de endorfinas. Un territorio de carne. Un arrebato en el que una mujer joven llena de pecas podía romper a llorar en el momento en que sus piernas largas y pálidas reposaban sobre sus hombros, en el momento en que ella hacía todo lo posible por estrujar contra él su cajita de música deliciosa.
Pero la ciudad era un objeto desgastado, un cínico teatro que jamás sabría valorar el sentido preciso de la palabra pasión. Era joven, casi era pobre. Pensó, retórica, patéticamente, que debía emprender el equivalente del paseo de un bachiller arruinado en una lujosa calesita, deshojando una flor erótica en una ciudad borrada por la neblina.
Atinó, al rato, con un dodge descascarado, verde, matrícula particular, con la palabra libre escrita sobre un cartón rugoso. El poder de un faro en mitad de la borrasca. El taxista era un hombre agobiado por los desmanes de la mala vida. Lo notó por su camisa de manga larga abierta hasta la mitad del pecho, su gesticulación de los humores sanguíneos, la mirada rápida, los bigotes de mulato. Aceptó el regateo sin énfasis, desde su oscuro lugar en mitad del humo, como quien acepta que las ganancias del día son breves picoteos de cangrejo. Fumaba cigarrillos detallados, arrojados sobre el tablero de felpa, como en un cuento de Carver. A lo lejos, los muslos tibios de aquella rubia electroerótica latían en algún lugar de la piel ¿Qué hacer con esa pasión de humedades y ritmos sigilosos? ¿Qué hacer en la distancia que le separaba de aquellas nalgas repletas y su destino, como dos puntos radicales entre los que se traza una línea recta? Adelante, la avenida nacía desde las luces del taxi: dos puñales mordidos de polvo saltando chispas sobre el asfalto agujereado. La cálida humedad de un sexo de fragancias profundas, explorado con la obstinación de un espeleólogo demente.
Todo era el preludio de una explosión.
Desde el carro, se lanzaba el sonido de una canción de Willy Colón que roncaba desde las cornetas pionner como un Oráculo que no vio, o que no quiso ver, o no pudo ver. Las palabras son de aire, y van al aire. Mis lágrimas son de agua y van al mar. Cuándo un amor se muere, ¿sabes chiquita a dónde va? ¿Sabes chiquilla a donde va?
No habría podido responderlo entonces. No lo podía saber. Intuía, sí, que el destino de la pasión es una herida que queda en el cuerpo. Nada personal, nada demasiado privado. Apenas el hecho objetivo de aparecer en un mal sueño en el que se despierta en mitad de una operación de pecho abierto al tiempo que, en alguna parte, alguien hace un comentario circunstancial a propósito del estado del tiempo.
Pero la ciudad era un objeto desgastado, un cínico teatro que jamás sabría valorar el sentido preciso de la palabra pasión. Era joven, casi era pobre. Pensó, retórica, patéticamente, que debía emprender el equivalente del paseo de un bachiller arruinado en una lujosa calesita, deshojando una flor erótica en una ciudad borrada por la neblina.
Atinó, al rato, con un dodge descascarado, verde, matrícula particular, con la palabra libre escrita sobre un cartón rugoso. El poder de un faro en mitad de la borrasca. El taxista era un hombre agobiado por los desmanes de la mala vida. Lo notó por su camisa de manga larga abierta hasta la mitad del pecho, su gesticulación de los humores sanguíneos, la mirada rápida, los bigotes de mulato. Aceptó el regateo sin énfasis, desde su oscuro lugar en mitad del humo, como quien acepta que las ganancias del día son breves picoteos de cangrejo. Fumaba cigarrillos detallados, arrojados sobre el tablero de felpa, como en un cuento de Carver. A lo lejos, los muslos tibios de aquella rubia electroerótica latían en algún lugar de la piel ¿Qué hacer con esa pasión de humedades y ritmos sigilosos? ¿Qué hacer en la distancia que le separaba de aquellas nalgas repletas y su destino, como dos puntos radicales entre los que se traza una línea recta? Adelante, la avenida nacía desde las luces del taxi: dos puñales mordidos de polvo saltando chispas sobre el asfalto agujereado. La cálida humedad de un sexo de fragancias profundas, explorado con la obstinación de un espeleólogo demente.
Todo era el preludio de una explosión.
Desde el carro, se lanzaba el sonido de una canción de Willy Colón que roncaba desde las cornetas pionner como un Oráculo que no vio, o que no quiso ver, o no pudo ver. Las palabras son de aire, y van al aire. Mis lágrimas son de agua y van al mar. Cuándo un amor se muere, ¿sabes chiquita a dónde va? ¿Sabes chiquilla a donde va?
No habría podido responderlo entonces. No lo podía saber. Intuía, sí, que el destino de la pasión es una herida que queda en el cuerpo. Nada personal, nada demasiado privado. Apenas el hecho objetivo de aparecer en un mal sueño en el que se despierta en mitad de una operación de pecho abierto al tiempo que, en alguna parte, alguien hace un comentario circunstancial a propósito del estado del tiempo.
Etiquetas: Actos de Caligrafía