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Argonáuticas 2.0

Detectivismo Literario

¿Niñitas católicas bajo control?

sábado, diciembre 25, 2010

¿Niñitas católicas bajo control?

Desde hacía unas dos semanas mi hija, de 4 años y 2 meses, tenía una idea clara: el 24 en la noche iría a la iglesia que está a una cuadra del lugar donde vivimos y escucharía la misa de navidad. Tenía dos motivos importantes para hacerlo: quería que el niño Jesús la viese allí, en primera fila, como una niña de buen comportamiento. También quería escuchar los aguinaldos que, le dijimos su mamá y yo, se tocarían esa noche y que ella, alegre, estuvo practicando desde temprano. Así fue: a las 7 de la noche Emiliana, mi hija, escuchaba la misa en la iglesia San Pablo Apóstol, en la calle Caurimare de Colinas de Bello Monte, sentada en la primera fila. El sacerdote invitado, el Padre Burgos, dio una prédica sencilla y conmovedora en la que, entre otras cosas, señalaba los significados del nacimiento de Jesús, la alegría de los niños, el sentido trascendente que implica ver cómo, generación tras generación, se construye una fecha cargada de significados, de humanismo, de esperanza. En lo personal, estaba en paz con eso: sentado allí, junto a mi hija y mi esposa, con un embarazo de ya casi nueve meses, pensaba que estaba bien contribuir a esa tradición que yo no viví de niño, de la que poco he participado de adulto, pero que mi hija merecía conocer y valorar, luego, según su propio juicio.

Cuando, en la lectura, se mencionaba al apóstol Pablo, mi hija me preguntaba si ese era su hermanito, quien se llamará Pablo. Preguntaba, alegre, si también la nombrarían a ella. A su manera, a su justa manera, mi hija participaba de una actividad que también le pertenece. Que también debería poder reconocerla en su edad, en su mirada del mundo. Lo que no sabía mi hija es que, poco antes de la comunión, habría de acercarse un monaguillo, con instrucciones del párroco: nos pedía que la controlásemos. Así, sin más: control. Mi hija, ya lo he dicho, tiene 4 años y dos meses: había permanecido más de cuarenta minutos escuchando la misa. Lo único que había hecho fue moverse (continuamente, sí como corresponde a una niñita de 4 años) en su banco, acercarse al nacimiento con ilusión, imitar el gesto respetuoso de otra niñita mayor que ella inclinándose en un reclinatorio colocado frente al sagrario. ¿Qué se suponía que debía controlar? ¿Qué norma o sentido litúrgico trascendente podría estar alterando una niña de 4 años? Apenados, inconformes con tal apreciación, mi esposa y yo decidimos retirarnos. En el camino de regreso a casa, mi hija lloraba, pues esperaba que terminase la misa para poder ver aún mejor el pesebre. Ya en casa, mi hija se preguntaba, con temor, si sus regalos de navidad eventualmente podrían estar en peligro por haberse portado mal en la misa.

No sé qué harían otras personas. Sé qué hice yo: decidí regresar a la iglesia. Una vez que la misa había terminado, abordé al monaguillo o seminarista que me pidió control para mi hija. Le pregunté su nombre. Dijo llamarse Freddy. Con mucha amabilidad, me condujo hasta el párroco. Le dije que estaba decepcionado. Le pedí una explicación ante el hecho de que, la noche de navidad, la noche en la que nace la figura que soporta todo el andamiaje de la fe católica, una niña de 4 años sea reprendida en una iglesia donde se celebra un nacimiento. El párroco, inmutable, me comentó que debía comprender que a la misa asistían personas de todas las edades. Que debía mantenerse la compostura, o algo igual de intrascendente. Le dije que mi hija se había ido llorando. No pareció interesarle. Le pregunté su nombre: me dijo que no respondería y que cualquier cosa que tuviese que reclamar, me dirigiese a la arquidiócesis (cosa que, desde luego, haré). Señaló, además, en una lógica que aún no alcanzo a comprender que yo había ido hasta allí y no le había dado mi nombre. Lo hice. Irónicamente: Lo hice en tres ocasiones. Le pedí que tuviese la amabilidad (luego, la gallardía) de decirme el suyo. Se negó. Con un gesto vagamente sobrio (y aburrido, creo) me invitó a retirarme. Ya a la salida, le pregunté al monaguillo si era, después de todo, monaguillo o seminarista: el párroco, a mis espaldas, le indicó que no respondiera. Me despedí del padre invitado, el padre Burgos, quien saludaba a otras personas. Le agradecí el sermón: en nombre mío, de mi esposa y de mi hija. Con toda la intención, viendo la respuesta del párroco, lamenté con él el incidente. Me pareció apenado. El párroco, ahora a mi lado, parecía apurado por que me fuera. Con un gesto amplio, ostensible, me bendijo. Rara bendición, la suya. No alcancé a decirle que mi hija tiene nombre: se llama Emiliana. No alcancé a decirle que, horas después, al acompañarla a dormir, me preguntó si Dios podría estar molesto con ella. No alcancé a decirle que ella me dijo que no quería volver a esa iglesia. Hoy, en la mañana de navidad, como quien despierta de una mala historia, supe el nombre del párroco. Ya que le importa tanto mantenerlo en anonimato, tendré el respeto que él no tuvo con mi hija y sus ilusiones en la noche de navidad: no lo diré. Al menos no aquí.

Pedro Enrique Rodríguez
Psicólogo clínico, profesor universitario, escritor.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 3:50 p. m. | Enlaces | 5 comentarios |

Argonáuticas: repositorio de post

domingo, diciembre 19, 2010

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:08 p. m. | Enlaces | 18 comentarios |