El Sr. García, o la persistencia del Flagelo
jueves, mayo 03, 2007
Me quedé mirando el despegue enlentecido de un 727 desde el amplio ventanal de la zona de embarque del terminal doméstico. Más allá, junto al mueble de chequeo de la línea aérea, el fugaz precandidato de un antiguo partido venido a menos hacía intentos por liderar con vano entusiasmo una protesta por la demora de nuestro vuelo. Vestía traje gris, con una corbata que (si no recuerdo mal) implicaba vagos objetos de alegoría marina: un ancla, un timón, quien sabe si hasta un caballo de mar. Era, debía ser, el mes de enero de 1999. Los viejos partidos habían sido desolados por las nuevas mafias de los facis di combattimento bolivarianos. El antiguo precandidato parecía estar lejos de todo eso, lejos del derrumbe de su vida pasada. Hablaba en voz alta, enfatizaba. Lo hacía prácticamente solo y, en cierta vengativa manera, a mi me daba la impresión que se conducía como un loco. No más vuelos charter para el viejo precandidato. Ahora te la calas, pensaba, con gusto.
Se suponía que a esa hora ya deberíamos estar en una ciudad de cielos despejados. A mi, en el fondo, me daba lo mismo. La universidad donde desde entonces ya trabajaba me había enviado a un congreso de consumo de sustancias repleto de consignas y lugares comunes. Me daba igual contra qué pensaba luchar esa gente. Pensaba, en todo caso, que la lucha contra el flagelo tenía, al menos, el chiste de aparentar un afectado entusiasmo epidemiológico: ¡Acabemos con el Aedes Aegyptis! ¡Duro con el malvado Flagelo Helicobacter! ¡A la carga con Pasteur, paladín bactericida! Con la mirada fija en el esfuerzo del viejo 727 por alzar vuelo yo pensaba en esos consuelos ingenuos.
Había aceptado esa amenaza de aburrimiento porque, a su manera, era una forma de escapar durante casi una semana de Caracas. Una forma de escapar, sobre todo, del ejercicio trágico en el que se había convertido la pasión por una rubia de caderas vertiginosas y excesivo mal humor de quien ya podía decir algunas frases en tiempo pasado, con una bandita en la frente. Hasta hacía apenas unos días, mi droga era su cuerpo. La única lucha que podría interesarme era la lucha contra la adicción a una pasión disfuncional. Ahora, llevaba con la mayor dignidad posible una pesada abstinencia.
Seguramente seguía pensando en esos pequeños dramas privados cuando, dos horas después, entré a la zona de desembarque de otro aeropuerto que se esforzaba en serio en ajustarse a la imagen de los aeropuertos en las películas del Caribe. Me recibió una versión de Carmen Miranda en traje de protocolo. No, no me estaban buscando. Buscaban al antiguo precandidato que venía en mi mismo vuelo, me explicó, al tiempo que hacía el gesto de levantar tanto como le era posible la cabeza. La política está repleta de actos de escapismo. El antiguo precandidato había desaparecido. Houdini con corbata de motivos marinos. Carmen Miranda se encogió de hombros. Nada, si ya estaban allí qué más daba, ellos me llevaban a la conferencia.
En el camino, alguien me entregó el programa del congreso. Sherlock Holmes sobre una página de papel en blanco y negro descubrí tres cosas. La primera: era difícil imaginar una programación más desoladora. La segunda: era aun más difícil imaginar un programa más largo. La tercera: un hermano del escritor Gabriel García Márquez tendría una ponencia sobre el caso personal de uno de sus hermanos menores. Respiré profundo. Por primera vez en la vida deseé tener en mi poder un alucinógeno y volar muy lejos, junto a Lucy y sus diamantes en el cielo.
Era gente peligrosamente amable. Estaban convencidos, por ejemplo, que la cortesía consistía en el gesto de hacer desaparecer mi maleta de ruedas entre las manos diligentes del staff de protocolo. Era fácil descubrir que su sentido de la iniciativa podía destrozarle los nervios a cualquiera. Por eso, durante las primeras tres presentaciones de ese día solo pude pensar en la mejor forma de escapar de allí, entre el bochorno de un calor desesperado en un salón que no era otra cosa que un inmenso gimnasio cubierto lleno de conferencistas que parecían tomados de una reunión de té en la asociación nacional del rifle. Al día siguiente, decidí fingirme terriblemente enfermo y me quedé en el hotel hasta después del mediodía. Durante los siguientes dos días permanecí la mayor parte del tiempo tumbado en una cama, leyendo con demorada pereza un par de libros que había llevado conmigo a esa ciudad de montañas aplanadas, fumando silenciosamente acodado en la ventana, intercalando con uno que otro bloque de ponencias a los que asistía para no terminar de aburrirme.
La noche del penúltimo día, mientras tomaba una cerveza con un grupo de alegres asistentes que se hospedaban en mi mismo hotel, alguien me explicó (en un viejo bar al aire libre, entre rocolas desportilladas y sillas giratorias de ingenua psicodelia) que las ponencias de la tarde habían apuntado al problema del consumo de bebidas alcohólicas. La propuesta generalizada de un panel de antiguos alcohólicos convertidos a cierta práctica de fanatismo cristiano era abandonarlas de inmediato por temor a Dios. El cuerpo como templo. El inquilinato del cuerpo humano. Viejas hipotecas ante las que nadie podrá tener jamás el mínimo derecho de rehusarse a firmar semejante contrato de arrendamiento.
Fue así, entre escapadas del salón de conferencias y uno que otro trasnocho entre botellas y música que ya no existe como, casi sin proponérmelo, terminé escuchando la ponencia del Sr. García. El tema, por insólito que parezca, versaba sobre la tragedia que para su familia había significado tener un hermano sumergido (o flotando, depende de cómo se mire) en un trastorno por consumo de sustancias: era obvio que esa tragedia comenzaba a tener un significado en la medida que otro miembro levitaba a lo lejos, sobre el efecto de un premio Nóbel de literatura. El Sr. García relataba los detalles de ese episodio familiar con la actitud metódica y exacta de quien gira instrucciones para la fabricación de una bomba teledirigida que, sin embargo, jamás terminará de explotar. Era alto, con un traje imposible de color verde y una cabeza de mechones de cabello pegoteado idéntico al que podría tener un señor mayor que ha hecho un largo viaje en autobús por las carreteras del Chocó. De pie, daba la impresión de tener un abdomen demasiado prominente para unas piernas largas y flacas. Se parecía (o al menos a mi me lo pareció) a la imagen desolada del coronel a quien nadie parecía tener intenciones de escribir.
Hablaba un castellano costeño repleto de interjecciones atropelladas, con la triste rimbombancia de tres o cuatro adjetivos solitarios. Chapoteaba de la mejor forma posible (pero esa forma no era suficiente) en los restos de notoriedad que le dispensaba el tener un hermano con una suerte infinitamente mejor a la suya. Creo recordar que, en algún momento, alguien comentó que durante algunos años se había ocupado de cierto cargo consular en la guajira venezolana, en caso de que ese lugar realmente exista. Era, tenía que ser, un gesto de la burocracia del gobierno colombiano: un gesto hacia la familia por algo parecido a los servicios a la patria. Se conducía, después de todo, de un modo que tenía algún desconcertante parecido con las ferias ambulantes que aparecen de tanto en tanto en los libros del otro García, entre mujeres con barba y niñas melancólicas que se convirtieron en cucarachas por desobedecer a sus madres.
Para entonces yo atravesaba los últimos destellos de esa fase absurda y atormentada de la vida que consiste en denigrar de García Márquez. Leía a James Joyce desde una vieja torre de Dublín, recorría con la mirada sorprendida la levedad de los carámbanos verbales de Vladimir Nabokov. Creía haber saltado, en suma, la talanquera de los latinoamericanismos. Mi autor caribeño por execelencia era Guillermo Cabrera Infante, escondido tras el humo elusivo del swinging London y la Habana perdida. Es posible que fuese precisamente por eso que el Sr. García terminó por enternecerme. Lo encontré patético, pero de un modo que tenía algo del modesto resplandor de las causas perdidas, como un personaje de Flaubert. Después de todo, ¿qué otra cosa puede hacerse con la propia vida si se tiene una suerte tan desigual dentro de la propia familia? Comprendí con sorpresa, con algo parecido a la compasión, que el Sr. García gastaba de la mejor forma posible sus últimos petardos públicos: acabado el anecdotario del hermano famoso, desgastado el interés biográfico por sus primeros años, no le quedaba otro remedio que lanzarse a contar de la mejor forma posible un suculento trozo de las miserias de la familia. Un género literario, después de todo: la versión oral de una improbable revista de sensacionalismos latinoamericanos.
Allí, abofeteado por el calor, mirando con mirada perdida a esa versión caricaturizada de una conferencia, a cientos de kilómetros de distancia de una mujer llena de pecas junto a quien alguna vez navegué torpemente en la marisma efervescente del imperio de las hormonas, finalmente comprendí que el Sr. García era la expresión de la caída ante otro flagelo: el flagelo de las tristes notoriedades. Me pareció que, en cierta forma, él lo sabía. Me pareció que llevaba esa pesada carga con algo parecido a la dignidad, con la convicción de quien asume un destino. A su manera, el Sr. García era honesto: hacía lo que podía por serle fiel a una pasión disfuncional, a un vicio. Se hacía claro que luchaba duro por ello.
Pensaba en eso cuando, en un estallido de lucidez, comprendí que, después de todo, existía algo inmensamente humano y compasivo en ciertos gestos viciosos, en la pasión atormentada de las adicciones, en el ceremonial monótono de las repeticiones mal ilusionadas. Entonces supe con toda seguridad que ese mismo día, al llegar a Caracas, tomaría el teléfono, marcaría un número atornillado a mi memoria, escucharía la cadencia melodiosa de una voz al otro lado de la línea. Supe que, como en el rápido cambio de plano de una película, que la imagen siguiente sería la imagen del vacío eléctrico de una piel desnuda. Supe que, como el Sr. García, me dejaría caer una y otra vez en mi propio vicio. Que lo seguiría haciendo hasta la última inhalación posible de deseo. Y eso, justamente, fue lo que hice.
Se suponía que a esa hora ya deberíamos estar en una ciudad de cielos despejados. A mi, en el fondo, me daba lo mismo. La universidad donde desde entonces ya trabajaba me había enviado a un congreso de consumo de sustancias repleto de consignas y lugares comunes. Me daba igual contra qué pensaba luchar esa gente. Pensaba, en todo caso, que la lucha contra el flagelo tenía, al menos, el chiste de aparentar un afectado entusiasmo epidemiológico: ¡Acabemos con el Aedes Aegyptis! ¡Duro con el malvado Flagelo Helicobacter! ¡A la carga con Pasteur, paladín bactericida! Con la mirada fija en el esfuerzo del viejo 727 por alzar vuelo yo pensaba en esos consuelos ingenuos.
Había aceptado esa amenaza de aburrimiento porque, a su manera, era una forma de escapar durante casi una semana de Caracas. Una forma de escapar, sobre todo, del ejercicio trágico en el que se había convertido la pasión por una rubia de caderas vertiginosas y excesivo mal humor de quien ya podía decir algunas frases en tiempo pasado, con una bandita en la frente. Hasta hacía apenas unos días, mi droga era su cuerpo. La única lucha que podría interesarme era la lucha contra la adicción a una pasión disfuncional. Ahora, llevaba con la mayor dignidad posible una pesada abstinencia.
Seguramente seguía pensando en esos pequeños dramas privados cuando, dos horas después, entré a la zona de desembarque de otro aeropuerto que se esforzaba en serio en ajustarse a la imagen de los aeropuertos en las películas del Caribe. Me recibió una versión de Carmen Miranda en traje de protocolo. No, no me estaban buscando. Buscaban al antiguo precandidato que venía en mi mismo vuelo, me explicó, al tiempo que hacía el gesto de levantar tanto como le era posible la cabeza. La política está repleta de actos de escapismo. El antiguo precandidato había desaparecido. Houdini con corbata de motivos marinos. Carmen Miranda se encogió de hombros. Nada, si ya estaban allí qué más daba, ellos me llevaban a la conferencia.
En el camino, alguien me entregó el programa del congreso. Sherlock Holmes sobre una página de papel en blanco y negro descubrí tres cosas. La primera: era difícil imaginar una programación más desoladora. La segunda: era aun más difícil imaginar un programa más largo. La tercera: un hermano del escritor Gabriel García Márquez tendría una ponencia sobre el caso personal de uno de sus hermanos menores. Respiré profundo. Por primera vez en la vida deseé tener en mi poder un alucinógeno y volar muy lejos, junto a Lucy y sus diamantes en el cielo.
Era gente peligrosamente amable. Estaban convencidos, por ejemplo, que la cortesía consistía en el gesto de hacer desaparecer mi maleta de ruedas entre las manos diligentes del staff de protocolo. Era fácil descubrir que su sentido de la iniciativa podía destrozarle los nervios a cualquiera. Por eso, durante las primeras tres presentaciones de ese día solo pude pensar en la mejor forma de escapar de allí, entre el bochorno de un calor desesperado en un salón que no era otra cosa que un inmenso gimnasio cubierto lleno de conferencistas que parecían tomados de una reunión de té en la asociación nacional del rifle. Al día siguiente, decidí fingirme terriblemente enfermo y me quedé en el hotel hasta después del mediodía. Durante los siguientes dos días permanecí la mayor parte del tiempo tumbado en una cama, leyendo con demorada pereza un par de libros que había llevado conmigo a esa ciudad de montañas aplanadas, fumando silenciosamente acodado en la ventana, intercalando con uno que otro bloque de ponencias a los que asistía para no terminar de aburrirme.
La noche del penúltimo día, mientras tomaba una cerveza con un grupo de alegres asistentes que se hospedaban en mi mismo hotel, alguien me explicó (en un viejo bar al aire libre, entre rocolas desportilladas y sillas giratorias de ingenua psicodelia) que las ponencias de la tarde habían apuntado al problema del consumo de bebidas alcohólicas. La propuesta generalizada de un panel de antiguos alcohólicos convertidos a cierta práctica de fanatismo cristiano era abandonarlas de inmediato por temor a Dios. El cuerpo como templo. El inquilinato del cuerpo humano. Viejas hipotecas ante las que nadie podrá tener jamás el mínimo derecho de rehusarse a firmar semejante contrato de arrendamiento.
Fue así, entre escapadas del salón de conferencias y uno que otro trasnocho entre botellas y música que ya no existe como, casi sin proponérmelo, terminé escuchando la ponencia del Sr. García. El tema, por insólito que parezca, versaba sobre la tragedia que para su familia había significado tener un hermano sumergido (o flotando, depende de cómo se mire) en un trastorno por consumo de sustancias: era obvio que esa tragedia comenzaba a tener un significado en la medida que otro miembro levitaba a lo lejos, sobre el efecto de un premio Nóbel de literatura. El Sr. García relataba los detalles de ese episodio familiar con la actitud metódica y exacta de quien gira instrucciones para la fabricación de una bomba teledirigida que, sin embargo, jamás terminará de explotar. Era alto, con un traje imposible de color verde y una cabeza de mechones de cabello pegoteado idéntico al que podría tener un señor mayor que ha hecho un largo viaje en autobús por las carreteras del Chocó. De pie, daba la impresión de tener un abdomen demasiado prominente para unas piernas largas y flacas. Se parecía (o al menos a mi me lo pareció) a la imagen desolada del coronel a quien nadie parecía tener intenciones de escribir.
Hablaba un castellano costeño repleto de interjecciones atropelladas, con la triste rimbombancia de tres o cuatro adjetivos solitarios. Chapoteaba de la mejor forma posible (pero esa forma no era suficiente) en los restos de notoriedad que le dispensaba el tener un hermano con una suerte infinitamente mejor a la suya. Creo recordar que, en algún momento, alguien comentó que durante algunos años se había ocupado de cierto cargo consular en la guajira venezolana, en caso de que ese lugar realmente exista. Era, tenía que ser, un gesto de la burocracia del gobierno colombiano: un gesto hacia la familia por algo parecido a los servicios a la patria. Se conducía, después de todo, de un modo que tenía algún desconcertante parecido con las ferias ambulantes que aparecen de tanto en tanto en los libros del otro García, entre mujeres con barba y niñas melancólicas que se convirtieron en cucarachas por desobedecer a sus madres.
Para entonces yo atravesaba los últimos destellos de esa fase absurda y atormentada de la vida que consiste en denigrar de García Márquez. Leía a James Joyce desde una vieja torre de Dublín, recorría con la mirada sorprendida la levedad de los carámbanos verbales de Vladimir Nabokov. Creía haber saltado, en suma, la talanquera de los latinoamericanismos. Mi autor caribeño por execelencia era Guillermo Cabrera Infante, escondido tras el humo elusivo del swinging London y la Habana perdida. Es posible que fuese precisamente por eso que el Sr. García terminó por enternecerme. Lo encontré patético, pero de un modo que tenía algo del modesto resplandor de las causas perdidas, como un personaje de Flaubert. Después de todo, ¿qué otra cosa puede hacerse con la propia vida si se tiene una suerte tan desigual dentro de la propia familia? Comprendí con sorpresa, con algo parecido a la compasión, que el Sr. García gastaba de la mejor forma posible sus últimos petardos públicos: acabado el anecdotario del hermano famoso, desgastado el interés biográfico por sus primeros años, no le quedaba otro remedio que lanzarse a contar de la mejor forma posible un suculento trozo de las miserias de la familia. Un género literario, después de todo: la versión oral de una improbable revista de sensacionalismos latinoamericanos.
Allí, abofeteado por el calor, mirando con mirada perdida a esa versión caricaturizada de una conferencia, a cientos de kilómetros de distancia de una mujer llena de pecas junto a quien alguna vez navegué torpemente en la marisma efervescente del imperio de las hormonas, finalmente comprendí que el Sr. García era la expresión de la caída ante otro flagelo: el flagelo de las tristes notoriedades. Me pareció que, en cierta forma, él lo sabía. Me pareció que llevaba esa pesada carga con algo parecido a la dignidad, con la convicción de quien asume un destino. A su manera, el Sr. García era honesto: hacía lo que podía por serle fiel a una pasión disfuncional, a un vicio. Se hacía claro que luchaba duro por ello.
Pensaba en eso cuando, en un estallido de lucidez, comprendí que, después de todo, existía algo inmensamente humano y compasivo en ciertos gestos viciosos, en la pasión atormentada de las adicciones, en el ceremonial monótono de las repeticiones mal ilusionadas. Entonces supe con toda seguridad que ese mismo día, al llegar a Caracas, tomaría el teléfono, marcaría un número atornillado a mi memoria, escucharía la cadencia melodiosa de una voz al otro lado de la línea. Supe que, como en el rápido cambio de plano de una película, que la imagen siguiente sería la imagen del vacío eléctrico de una piel desnuda. Supe que, como el Sr. García, me dejaría caer una y otra vez en mi propio vicio. Que lo seguiría haciendo hasta la última inhalación posible de deseo. Y eso, justamente, fue lo que hice.
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