Herta Müller en Frankfurt, o la dignidad de los sobrevivientes
domingo, octubre 18, 2009
Hace años sigo la feria del libro de Frankfurt como quien ve una película dominical de censura B: sin esperar mucho. Más bien sin esperar nada, como quien se resigna a ver pasar el tiempo con la única pequeña y patética recompensa de constatar que, en efecto, el tiempo pasa. Como quien sabe que el guión, los personajes y el desenlace de la película son algo demasiado obvio, demasiado cinematográfico como para poder pensar que es algo cierto. Sabiendo que todo lo que tenga que ocurrir en ella ocurrirá con independencia del sentido común, del gusto, de la lógica más simple, pues no existe otra cosa distinta a lo que promete ser y allí, en esa sencillez, radica su belleza y su horror.
La feria del libro de Frankfurt siempre me hace pensar en eso: en una belleza y un horror lejanos, muy lejanos. Quizá la clave de ello está ya escrito en ese último filón de las utopías menores que es la Wikipedia. La presentación de la feria dice así:
(...) es la mayor feria comercial de libros del mundo. Tiene lugar cada año a mediados de octubre en Fráncfort del Meno (sic), Alemania. Representantes de compañías de publicidad y multimedia de todo el mundo acuden a esta feria para negociar derechos publicitarios así como cláusulas de licencia.
(Tomar nota de las palabras claves: mayor, comercial, compañías de publicidad, multimedia, negociar, derechos, licencias).
De una forma que imita la levedad de las cosas exquisitas, de una forma que casi podría parecer elegante, la feria del libro de Frankfurt logra convertir el comercio literario, con su lógica implacable, en algo casi tan fascinante como la literatura misma: hay revelaciones, sorpresas, cazadores de escritores que logran torcerle el brazo a la competencia, revelaciones en apariencia asombrosas de novelas que ya existen, que ya han sido escritas, que incluso podrían ser sencillamente anodinas, pero a quienes los reflectores del salón de exposición pueden convertir en éxitos comerciales leves y efervescente, como un Alka-Seltzer a las 12 del día después de una noche de excesos. A su manera, las casas comerciales logran convertir a la feria en algo parecido al suspiro agónico que precede a cada final de una novela por entregas. Un folletín con ínfulas de buen gusto conducido por millonarios.
Qué se dice, qué se omite, qué se pierde y qué se gana en la feria del libro de Frankfurt es algo que, para el lector venezolano, cada vez más aislado de la literatura del mundo, no termina por tener en la práctica casi ningún eco, casi ninguna importancia. Paso a paso, el costo de la literatura que se produce en el mundo, la ausencia de dólares preferenciales para importar esa literatura, el desgano del boliestado por apoyar la actividad intelectual que no responda a sus fines de sumisión y propaganda, amenazan con distanciarnos más y más de eso vértigo algo alocado y feliz que es leer la producción literaria más reciente.
Es precisamente por eso que existe algo patético y melancólico en seguir los acontecimientos de lo que pasa en la feria del libro de este año: es algo que nos queda demasiado lejos. Que, de entrada, ni siquiera nos pertenece. Saber, por ejemplo, que el super agente literario Andrew Wylie lanzó, con el debido efecto, una pesada piedra al río: la noticia de un supuesto libro inconcluso de Roberto Bolaño visto en la distancia es apenas una noticia falsamente alegre. El libro llegará a estas costas, sin duda, pero habrá qué preguntarse si ese destello comercial podrá acompañarse de la disponibilidad real de la obra de Bolaño. ¿Dónde se encontrará, digamos, Una novelita Lumpen? ¿A dónde habrá que ir para encontrar Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce? Este año, junto a las noticias sobre Bolaño, las estrellas han sido Ken Follett (a quien, por suerte, no tengo ningún interés especial en leer) y Haruki Murakami (a quien ahora, en efecto leo, en una cómoda versión en inglés, gracias precisamente a un regalo de O. en su último viaje de visita a Venezuela). En todo caso, se trata de dos nombres que están lo suficientemente lejos de nuestro circuito editorial para pensar que tendrá algún impacto, alguna repercusión.
Es justo en mitad de ese tedio que produce la ocurrencia de algo tan remoto, tan ajeno, que uno no puede dejar de agradecer la intervención de Herta Müller, la nueva premio Nóbel de literatura, sobre la elección de China como país invitado a la feria de este año. En una de las notas disponibles en la red se lee esta lúcida declaración:
Müller dijo que durante mucho tiempo pocos registraron el terror que emanaba de los regímenes comunista -al que ella misma se vio sometida en Rumanía- y que ahora sigue habiendo demasiadas dictaduras en el mundo que muchos prefieren ignorar.
"Piensen en China, que ahora es invitada de honor de la Feria del Libro. Piensen en el artista Ai Weiwei, que recibió una paliza brutal de la policía del régimen. Es triste que eso se acepte, se relativice y se busquen compromisos que hagan presentable a China". dijo Müller.
"¿Qué país es ese que no permite hablar a sus escritores de la Revolución Cultural o de la masacre de la plaza de Tiananmen?", dijo Müller.
La autora dijo que admiraba la actitud y el valor de los escritores que la recibieron en el stand, encabezados por el poeta Bei Ling. "Admiro su actitud, sé lo que arriesgan con ella y espero que algún día sean recompensados", dijo Müller.
Müller dijo que las dictaduras siempre terminan algún día porque parten de una visión ideológica del ser humano que no se corresponde con la realidad. Pero muchas veces ese proceso dura demasiado y hay muchas personas que no alcanzan a ver el fin de la opresión.
"Yo tuve la suerte de sobrevivir a una dictadura pero tengo amigos que murieron antes y eso es algo que todavía me duele. Cuando una vida humana dura menos que la de una dictadura es una vida robada por el Estado", dijo Müller.
La escritora lamentó que en China y en otros países -mencionó a Cuba e Irán- el fin de las dictaduras no parezca cercano.
Ignoro los motivos que ha tenido la Academia Sueca para premiar a Herta Müller. Pueden ser acertados o desacertados, cosa que después de todo poco importa: la Academia no está allí para hacer el bien o proteger la verdad, sino para dar un premio según sus criterios, políticas y visiones de la realidad, para prueba, el premio de la paz al presidente de la nación más armada del mundo (o, más remotamente, el curioso premio de literatura a Wiston Churchill). Hasta hace apenas una semana jamás había escuchado su nombre. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que la actitud decidida que ha asumido durante la feria de este año, en oposición al silencio cómplice de tantos otros autores, agentes y editoriales, me resulta absolutamente lógica para una persona de quien, se dice, ha construido toda su obra literaria en torno al horror del autoritarismo. Allí, confundida entre cientos de cabezas, de vasos cartón, de cientos de metros de alfombras verdes y bolsas de plástico y módulos de comida rápida, la señora Herta Müller nos ha regalado esta semana ese gesto diminuto y total que más allá de la mera acción política, el ditirambo o el activismo. En lugar de hacer lo obvio: acompañar las comparsas que durante semanas han colocado a China y su régimen de terror, en el centro del apetito editorial (¿cuánto se puede ganar en ese mercado vasto y populoso?), en lugar de esa fácil solución a la que apuestan los estúpidos a la manera de Oliver Stone, y que consiste en apoyar los extremos patéticos que adversan a los patéticos sistema de control que rigen a Occidente, ignorando que al hacerlo lo único que en realidad se apoya son las versiones recalentadas del control y el horror.
En fin, en lugar de asumir esa pseudopose del intelectual de principios de siglo XXI que duerme con la conciencia tranquila pues captó la obvia supremacia unipolar de los grandes capitalismos de Occidente, pero quien es funcionalmente incapaz de comprender que los regímenes que le adversan lo hacen por motivos políticos y no éticos, y que en la lógica voraz de su funcinamiento son tan o más patéticos que aquello que critian, en lugar de todo eso, en lugar de toda esa simplicidad y ese horror, entonces aparecen autores como Herta Müller, quienes optan por un gesto que restituye si quiera un poco la alta dignidad imaginativa y humana de ese oficio que, a falta de otro nombre para la venta y el negocio y el comercio, solemos llamar literatura.
Ese gesto de Herta Müller, llamando la atención sobre las atrocidades del país invitado es una gesto pequeño, decisivo, eterno: pone a las personas y a sus derechos por encima de los gobiernos. Asume que la notoriedad literaria, cuando es bien ganada, es siempre una ventana para recordar la importancia de los discursos disidentes. Sugiere, un poco en el fondo, que al margen de la calidad de su obra, un escritor, una escritora, puede ser siempre algo más que un nuevo ídolo para la adoración de los imbéciles.
Imagen vía: la tercera
Etiquetas: Algo Huele Mal En Dinamarca