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Argonáuticas 2.0

Detectivismo Literario

Argonáuticas: Repositorio de Posts

lunes, diciembre 15, 2014

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 9:04 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Las estúpidas costumbres de los sordos

sábado, diciembre 03, 2011



Antes de diciembre de 1970, los Astilleros vivían todavía bajo los efectos de la revuelta estudiantil de marzo de 1968, presentada de forma distorsionada por la propaganda oficial. Un buen número de obreros se había dejado influenciar, en aquél entonces, por las insinuaciones de una propaganda que intentaba avivar su hostilidad hacia el ingeniero, el intelectual, el conceptuador -por lo tanto, contra aquel que se encontraba en el origen de las normas implacables que les obligaban a trabajar horas extraordinarias. De este modo, embaucaban a unos y otros. Así las cosas, el día en que una camioneta de estudiantes de la Escuela superior técnica en huelga penetró en el recinto de los Astilleros pretendiendo exponer las razones del movimiento que habían desencadenado -se trataba ante todo de defender la libertad de expresión y luchar contra la censura-, su gestión no suscitó demasiado interés. La delegación de estudiantes fue recibida en su despacho por el director, Piasecki, que los engatusó... ofreciéndoles café. Cierto es que les ahorró la paliza de ORMO (Servicio de voluntarios de la Milicia), que los estaba esperando a la salida de los arsenales (la prima por el aporreamiento de los jóvenes ascendía entonces a 2.000 zlotys). Los estudiantes regresaron pues a sus casas con las manos vacías. Por nuestra parte, en el seno de algunos equipos, varios de nosotros hacíamos comprender a los compañeros que si los estudiantes y los intelectuales eran objeto de represión, ello bastaba para que les brindásemos nuestro apoyo (pp. 53).

Lech Walesa (1987). Un camino de esperanza. Oveja Negra: Bogotá.

Imagen vía: Delirio místico

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 5:15 p. m. | Enlaces | 5 comentarios |

Codex Seraphinianus: Fish Eyes

martes, noviembre 01, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 1:00 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Arriba

martes, octubre 04, 2011



Imagen: P.E. Rodríguez

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 8:26 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Dusklands: un fragmento

sábado, septiembre 10, 2011



Mi cubículo de la biblioteca es gris, y está provisto de un estante gris y de un pequeño cajoncito gris para guardar los artículos de oficina. Mi despacho del Instituto Kennedy también es gris. Escritorios grises y luces fluorescentes: funcionalismo de la década de 1950. He coqueteado con la idea de quejarme, pero no se me ocurre ninguna manera de hacerlo sin exponerme a contraataques. La madera noble está reservada a los directores. Así que rechino los dientes y sufro. Planos grises, la luz verde y sin sombras bajo la cual floto como un pez abisal pálido y aturdido, me infiltro en los centros grises de la memoria y me ahogo en fantasías de amor y de odio por ese yo que agotó el fuego de sus años vigésimo tercero, vigésimo cuarto y vigésimo quinto bajo el resplandor fluorescente del Datamatic, ansiando durante periodos agónicos que llegaran las cinco de la tarde con su ambigua promesa hesperia.

Primeras páginas de Dusklands, en traducción al castellano
Imagen vía: Profmike´s Weblog 


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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 6:41 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Infierno Grande

sábado, agosto 27, 2011

Hace años que leí Infierno Grande, un cuento que le da título a un libro del escritor argentino Guillermo Martínez, fechado en 1989, en su primera edición, y vuelto a editar repetidas veces por la misma editorial Planeta.

Leí el cuento, según creo, en una antología de autores latinoamericanos que justo ahora no soy capaz de precisar del todo, pero que bien podría ser una de las ediciones que sacó Páginas de Espuma y que, en el caso latinoamericano, me parece recordar que estuvo bajo el cuidado del argentino Andrés Neuman.

Aquí está el cuento:

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.

Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida, y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
El cuento continúa justo aquí

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 10:53 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Dirty Vegas, o las incipentes formas de narrativa

sábado, julio 30, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 1:02 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Moby Dick, versión digital en inglés

domingo, julio 24, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:37 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

#GCI

viernes, junio 24, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:26 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

domingo, mayo 15, 2011



"(...) one of the things I tell my students—they will often say to me, "What made you think you could do a gay German filmmaker [Nosferatu] or something?" I'll tell them, "Any one of these voices you are taking on is an act of hubris. Whether you are doing your sister, your mom, some version of your mom or some versions of yourself. Who are you kidding? You are not channeling a real person. You are essentially inventing. And inventing on some sort of unstable mix of what you remember and what you imagine." Essentially, what you are doing when you are doing an adolescent, when you are 46 years old or you are doing John Ashcroft or John Entwhistle or whatever, you are arming yourself with as much hard information and empathetic imagination as you can and then you are saying that it's essentially an imagined sensibility. You are not really recreating someone else".

Texto vía: Identity Theory
Imagen vía: Story Prize

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:23 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Elogio de la lectura y la ficción

domingo, abril 10, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 1:10 a. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Birds of America

martes, marzo 15, 2011


Birds of America, Lorrie Moore.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:13 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

Sí, pero quién nos curará del fuego sordo

miércoles, febrero 02, 2011


“Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos”

Julio Cortázar (1963), Rayuela, Capítulo 73

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:06 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

#DFW

lunes, enero 24, 2011

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:04 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

¿Niñitas católicas bajo control?

sábado, diciembre 25, 2010

¿Niñitas católicas bajo control?

Desde hacía unas dos semanas mi hija, de 4 años y 2 meses, tenía una idea clara: el 24 en la noche iría a la iglesia que está a una cuadra del lugar donde vivimos y escucharía la misa de navidad. Tenía dos motivos importantes para hacerlo: quería que el niño Jesús la viese allí, en primera fila, como una niña de buen comportamiento. También quería escuchar los aguinaldos que, le dijimos su mamá y yo, se tocarían esa noche y que ella, alegre, estuvo practicando desde temprano. Así fue: a las 7 de la noche Emiliana, mi hija, escuchaba la misa en la iglesia San Pablo Apóstol, en la calle Caurimare de Colinas de Bello Monte, sentada en la primera fila. El sacerdote invitado, el Padre Burgos, dio una prédica sencilla y conmovedora en la que, entre otras cosas, señalaba los significados del nacimiento de Jesús, la alegría de los niños, el sentido trascendente que implica ver cómo, generación tras generación, se construye una fecha cargada de significados, de humanismo, de esperanza. En lo personal, estaba en paz con eso: sentado allí, junto a mi hija y mi esposa, con un embarazo de ya casi nueve meses, pensaba que estaba bien contribuir a esa tradición que yo no viví de niño, de la que poco he participado de adulto, pero que mi hija merecía conocer y valorar, luego, según su propio juicio.

Cuando, en la lectura, se mencionaba al apóstol Pablo, mi hija me preguntaba si ese era su hermanito, quien se llamará Pablo. Preguntaba, alegre, si también la nombrarían a ella. A su manera, a su justa manera, mi hija participaba de una actividad que también le pertenece. Que también debería poder reconocerla en su edad, en su mirada del mundo. Lo que no sabía mi hija es que, poco antes de la comunión, habría de acercarse un monaguillo, con instrucciones del párroco: nos pedía que la controlásemos. Así, sin más: control. Mi hija, ya lo he dicho, tiene 4 años y dos meses: había permanecido más de cuarenta minutos escuchando la misa. Lo único que había hecho fue moverse (continuamente, sí como corresponde a una niñita de 4 años) en su banco, acercarse al nacimiento con ilusión, imitar el gesto respetuoso de otra niñita mayor que ella inclinándose en un reclinatorio colocado frente al sagrario. ¿Qué se suponía que debía controlar? ¿Qué norma o sentido litúrgico trascendente podría estar alterando una niña de 4 años? Apenados, inconformes con tal apreciación, mi esposa y yo decidimos retirarnos. En el camino de regreso a casa, mi hija lloraba, pues esperaba que terminase la misa para poder ver aún mejor el pesebre. Ya en casa, mi hija se preguntaba, con temor, si sus regalos de navidad eventualmente podrían estar en peligro por haberse portado mal en la misa.

No sé qué harían otras personas. Sé qué hice yo: decidí regresar a la iglesia. Una vez que la misa había terminado, abordé al monaguillo o seminarista que me pidió control para mi hija. Le pregunté su nombre. Dijo llamarse Freddy. Con mucha amabilidad, me condujo hasta el párroco. Le dije que estaba decepcionado. Le pedí una explicación ante el hecho de que, la noche de navidad, la noche en la que nace la figura que soporta todo el andamiaje de la fe católica, una niña de 4 años sea reprendida en una iglesia donde se celebra un nacimiento. El párroco, inmutable, me comentó que debía comprender que a la misa asistían personas de todas las edades. Que debía mantenerse la compostura, o algo igual de intrascendente. Le dije que mi hija se había ido llorando. No pareció interesarle. Le pregunté su nombre: me dijo que no respondería y que cualquier cosa que tuviese que reclamar, me dirigiese a la arquidiócesis (cosa que, desde luego, haré). Señaló, además, en una lógica que aún no alcanzo a comprender que yo había ido hasta allí y no le había dado mi nombre. Lo hice. Irónicamente: Lo hice en tres ocasiones. Le pedí que tuviese la amabilidad (luego, la gallardía) de decirme el suyo. Se negó. Con un gesto vagamente sobrio (y aburrido, creo) me invitó a retirarme. Ya a la salida, le pregunté al monaguillo si era, después de todo, monaguillo o seminarista: el párroco, a mis espaldas, le indicó que no respondiera. Me despedí del padre invitado, el padre Burgos, quien saludaba a otras personas. Le agradecí el sermón: en nombre mío, de mi esposa y de mi hija. Con toda la intención, viendo la respuesta del párroco, lamenté con él el incidente. Me pareció apenado. El párroco, ahora a mi lado, parecía apurado por que me fuera. Con un gesto amplio, ostensible, me bendijo. Rara bendición, la suya. No alcancé a decirle que mi hija tiene nombre: se llama Emiliana. No alcancé a decirle que, horas después, al acompañarla a dormir, me preguntó si Dios podría estar molesto con ella. No alcancé a decirle que ella me dijo que no quería volver a esa iglesia. Hoy, en la mañana de navidad, como quien despierta de una mala historia, supe el nombre del párroco. Ya que le importa tanto mantenerlo en anonimato, tendré el respeto que él no tuvo con mi hija y sus ilusiones en la noche de navidad: no lo diré. Al menos no aquí.

Pedro Enrique Rodríguez
Psicólogo clínico, profesor universitario, escritor.

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 3:50 p. m. | Enlaces | 5 comentarios |

Argonáuticas: repositorio de post

domingo, diciembre 19, 2010

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 12:08 p. m. | Enlaces | 18 comentarios |

Nineteen Eighty-Four

miércoles, noviembre 10, 2010

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 1:48 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |

De vuelta al guardagujas

sábado, septiembre 11, 2010



Por primera vez lo vi de frente. Se notaba que debía ser un sujeto alto, muy alto, con ese porte majestuoso y digno que suelen tener los negros. Tenía la sonrisa bondadosa de quienes no están acostumbrados a pensar ni bien ni mal de nada ni de nadie y, quizá por ello, han desarrollado una beatitud neutra que, en el fondo, seguramente debe ser banal. Visto de frente lo que destacaba, sin embargo, era el hecho demasiado evidente de ser estrábico. Me miraba, intentaba mirarme, mientras uno de sus ojos contemplaba, impasible, el azul bobalicón de la pared de la oficina donde no ocurría ni ocurriría nada el resto de ese día tan poco memorable.

Estábamos allí, mi familia y yo, en esa oficina ministerial de una lejana población en la periferia de Caracas, en noviembre de 2009, por motivos que casi podrían parecer de fantasía: el sistema automatizado del ministerio de interior y justicia (ése eufemismo) nos había asignado, de forma azarosa y ruin, a completar nuestros trámites en ese lugar a más de 70 kilómetros de Caracas: un campo amplio, casi feraz, donde predominaba el pacer de las vacas adormecidas, la repetitiva constancia del verde exhuberante de la naturaleza y el grito agudo de algunos que otros gallos histéricos. Con dificultad, como quien se prepara para un largo viaje, mi esposa, mi hija y yo, habíamos salido de Caracas temprano esa mañana con un bolso repleto de galletas, agua, frutas y efectos personales, con la misma actitud resignada de quien imita el comportamiento de quien va a la playa sin ir, realmente, a ninguna playa. A su manera, operábamos con la misma meticulosidad que pueden tener los lectores de el Guardagujas de Arreola, la precaución de quien sabe que jamás será seguro si se llegará a T.

Nos encontramos con una oficina que se ajustaba, con desgano, a la estética naïf de las edificaciones públicas: un lugar que parece de paso, un set repleto de falsos símbolos de majestad que, en el fondo, no es más que el escenario de una pantomima, una simulación, pues todo lo que deba ocurrir allí ocurrirá por un azar en el que poco o nada tienen que ver las antiguas gestas heróicas, donde de ninguna manera podrá encontrarse la verdad, la virtud y la gloria, sino apenas un papel membreteado con un caballo triste y un dudoso cuerno de cornucopia.

Era allí, cinco horas después de una espera amable y aburrida, cuando estábamos a punto de completar nuestro trámite, cuando reparé que el sujeto de ojos estrábicos estaba de pie y hablaba, con pasión, de un tema sorprendente.

En su situación, estaba en poder de decir tantas cosas. Tenía entre sus dedos lentos y gordos, de tinte violáceo, los papeles de al menos quince personas: fotocopias en blanco y negro, actas de matrimonios, partidas de nacimiento, planillas vagamente metafísicas donde todos cometíamos la ingenuidad de probar nuestras meras existencias administrativas: modestas autobiografías notariadas, púdicas infidencias magisteriales. El hombre, sin embargo, miraba con su ojo cándido y su inmensa sonrisa con bigote a ninguna parte, y de pronto decidió preguntar en voz alta (a nadie en especial, apenas al vacío de ese salón de espera) si quienes habían votado por Ledezma, el defenestrado alcalde mayor de la ciudad de Caracas, eran todos los municipios de Caracas.

No existía demasiada ironía en su voz. Ni siquiera se notaba que el sujeto, de pronto, comprendiese que su posición de burócrata implicaba, de entrada, un signo inequívoco: nadie diría nada, nadie le llevaría la contraria, independientemente al hecho que era evidente, al mirar los rostros de todos los usuarios que esperaban allí junto a mí, que sabían la respuesta, que ellos mismos habían sido esos votantes por los que el burócrata, ingenuamente, ahora se preguntaba. Pero, ¿qué decir? Él tenía en sus manos un fragmento de nuestra propia identidad. A los ojos de ese monstruo benévolo que es todo Estado, nos sostenía por algo parecido al alma en papel oficial. Sonreía, comprendía vagamente esa condición en algún recóndito lugar de sus ideas y, posiblemente, esa constatación le alegraba. Aún así, no era un polícia de la SS: sádico, esquivo. Era, sencillamente, un inmenso hombrón, estrábico y obeso, un poco triste y confundido, preguntándose sinceramente por qué motivo, de qué forma, un enemigo jurado del proyecto político que él aprendió a querer y a respetar como la única salvación posible para el mundo, de pronto pudo plantarse como un adversario legítimo, elegido del mismo modo que él ha intentado defender por años, es decir, legitimado por sus mismos gritos, por su mismos latidos.

Allí, sentado en mi pequeño lugar del infierno administrativo de este país de garimpeiros, no dejaba de pensar que asistía en primera fila a un espectáculo triste e inevitable: al inicio de un lento proceso de desconcierto y dolor. El triste despertar de un falso sueño donde millones de personas sin oportunidades, sin espacio social, sin futuro, creyeron una vez más ser quienes tenían el poder, cuando, en realidad, apenas si se trató de la ilusión que dibujó la última triste montonera militar del siglo XIX.

Hoy, a casi un año de ese episodio, pienso que las próximas votaciones del 26 de febrero seguramente nos colocarán en una posición equivalente para ambos lados de esta marisma triste y rancia que es la polarización: la mañana del día 27 amaneceremos con un país repleto de diputados de dos colores, un país que debería ser diverso, amplio, complejo, pero que dadas las tristes circunstancias que hemos construido, apenas si será el lugar de dos universos sordos, taimados. Uno de los últimos aburridos trámites administrativos de la lejana batalla de Carabobo.

Imagen vía: laterriblenostalgia

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 6:37 p. m. | Enlaces | 5 comentarios |

Lhasa de Sela

sábado, septiembre 04, 2010



Me habían hablado sobre Lhasa de Sela desde hacía algún tiempo. Alguna vez, recuerdo, intenté conseguir algo de ella en la red, pero supongo que debí trastocar la ortografía de su nombre (¿cómo saber que era Lhasa, como la remota capital del Tíbet que su madre descubrió en el libro de los muertos cuando ella era, aún, una recién nacida, y no Lasha, como equivocadamente creí entender cuando escuché por primera vez el enigma de su nombre en una ciudad llena de cornetas y rugidos?).

En enero, en los primeros días de enero de este año, recibí como un generoso regalo de año nuevo, un CD con algunas de sus canciones tristes, melancólicas, profundas. Lo escuché en silencio, en la cocina de mi casa, el primer viernes por la noche del año que recién comenzaba, recordando a mi padre muerto, pensando que ese era el inicio del primer año que él no vería nunca más, recordando el vuelo de sus cenizas en el viento de los páramos venezolanos hasta donde fuimos mi esposa, mi hija y yo, recordando la luz del sol de épocas antiguas, recordando tantas otras cosas que también se fueron para siempre y que, sin embargo, seguirán siendo mis vagas pertenencias.

Unos pocos días después de ese enero frío y ya cada vez más lejano, sentado frente a un whisky, algunos meses antes de comenzar a rodar sobre la superficie del planeta, mi compadre Daniel Pratt me dijo (en un instante en el que reparó que era su voz lo que sonaba triste y hermosamente como música de fondo a la conversación de esa reunión de pocos amigos), que Lhasa de Sela recién acababa de morir. O, al menos, eso creía. Era tarde, llevábamos algunos whiskys. Tropezamos con un problema inexpugnable: teníamos la confusión sobre cuál era su origen (a mi me parecía que las erres arrastradas de su acento delataba un origen sureño. El Pratt, por su parte, pensaba que era de origen cubano). Esa confusión geográfica no nos permitía decidir si en realidad estábamos hablando de la misma persona y si, en consecuencia, era o no ella quien había muerto. Pensé romántica, ingenuamente, que si era ella quien había muerto, y yo lo ignoraba, entonces ella permanecería un poco viva en el sonido de ese CD por el tiempo en que pudiese sostener esa fantasía. Pensé que, si no era cierto, si estaba viva, entonces descubrir la noticia, después, sería un alivio.

Tuve esa idea justo en el momento en que revisaba el estatus de los post que permanecían como borradores en estas Argonáuticas, de modo que me pareció natural apuntarla en un borrador y dejarla allí abandonada.

No hubiese vuelto a pensar en ello a no ser que, de pronto, justo hace unos días me encontré con ella y tuve, de pronto, el valor para buscar un poco más de información sobre Lhasa de Sela. Al aparecer los resultados del buscador ocurrió lo obvio: los enlaces más recientes revelaban que era ella, en efecto, quien murió este primero de enero de 2010, a la edad de 37 años, después de perderle la pelea al cáncer. En mi mente, sobrevivió poco más de ocho meses. Sobrevive un poco todavía, de hecho, mientras afuera, en esta tarde escapada, la noche ha caído ya con aparatoso silencio.


Imagen vía: montrealmirror.com

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 6:32 p. m. | Enlaces | 4 comentarios |

Exposiciones Espontáneas (11)

miércoles, agosto 18, 2010



Título: Piscina
Autor: Pedro Enrique Rodríguez
De la colección: Swimming Pool
Vía: argonáuticas

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Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 7:25 p. m. | Enlaces | 0 comentarios |