De vuelta al guardagujas
sábado, septiembre 11, 2010
Por primera vez lo vi de frente. Se notaba que debía ser un sujeto alto, muy alto, con ese porte majestuoso y digno que suelen tener los negros. Tenía la sonrisa bondadosa de quienes no están acostumbrados a pensar ni bien ni mal de nada ni de nadie y, quizá por ello, han desarrollado una beatitud neutra que, en el fondo, seguramente debe ser banal. Visto de frente lo que destacaba, sin embargo, era el hecho demasiado evidente de ser estrábico. Me miraba, intentaba mirarme, mientras uno de sus ojos contemplaba, impasible, el azul bobalicón de la pared de la oficina donde no ocurría ni ocurriría nada el resto de ese día tan poco memorable.
Estábamos allí, mi familia y yo, en esa oficina ministerial de una lejana población en la periferia de Caracas, en noviembre de 2009, por motivos que casi podrían parecer de fantasía: el sistema automatizado del ministerio de interior y justicia (ése eufemismo) nos había asignado, de forma azarosa y ruin, a completar nuestros trámites en ese lugar a más de 70 kilómetros de Caracas: un campo amplio, casi feraz, donde predominaba el pacer de las vacas adormecidas, la repetitiva constancia del verde exhuberante de la naturaleza y el grito agudo de algunos que otros gallos histéricos. Con dificultad, como quien se prepara para un largo viaje, mi esposa, mi hija y yo, habíamos salido de Caracas temprano esa mañana con un bolso repleto de galletas, agua, frutas y efectos personales, con la misma actitud resignada de quien imita el comportamiento de quien va a la playa sin ir, realmente, a ninguna playa. A su manera, operábamos con la misma meticulosidad que pueden tener los lectores de el Guardagujas de Arreola, la precaución de quien sabe que jamás será seguro si se llegará a T.
Nos encontramos con una oficina que se ajustaba, con desgano, a la estética naïf de las edificaciones públicas: un lugar que parece de paso, un set repleto de falsos símbolos de majestad que, en el fondo, no es más que el escenario de una pantomima, una simulación, pues todo lo que deba ocurrir allí ocurrirá por un azar en el que poco o nada tienen que ver las antiguas gestas heróicas, donde de ninguna manera podrá encontrarse la verdad, la virtud y la gloria, sino apenas un papel membreteado con un caballo triste y un dudoso cuerno de cornucopia.
Era allí, cinco horas después de una espera amable y aburrida, cuando estábamos a punto de completar nuestro trámite, cuando reparé que el sujeto de ojos estrábicos estaba de pie y hablaba, con pasión, de un tema sorprendente.
En su situación, estaba en poder de decir tantas cosas. Tenía entre sus dedos lentos y gordos, de tinte violáceo, los papeles de al menos quince personas: fotocopias en blanco y negro, actas de matrimonios, partidas de nacimiento, planillas vagamente metafísicas donde todos cometíamos la ingenuidad de probar nuestras meras existencias administrativas: modestas autobiografías notariadas, púdicas infidencias magisteriales. El hombre, sin embargo, miraba con su ojo cándido y su inmensa sonrisa con bigote a ninguna parte, y de pronto decidió preguntar en voz alta (a nadie en especial, apenas al vacío de ese salón de espera) si quienes habían votado por Ledezma, el defenestrado alcalde mayor de la ciudad de Caracas, eran todos los municipios de Caracas.
No existía demasiada ironía en su voz. Ni siquiera se notaba que el sujeto, de pronto, comprendiese que su posición de burócrata implicaba, de entrada, un signo inequívoco: nadie diría nada, nadie le llevaría la contraria, independientemente al hecho que era evidente, al mirar los rostros de todos los usuarios que esperaban allí junto a mí, que sabían la respuesta, que ellos mismos habían sido esos votantes por los que el burócrata, ingenuamente, ahora se preguntaba. Pero, ¿qué decir? Él tenía en sus manos un fragmento de nuestra propia identidad. A los ojos de ese monstruo benévolo que es todo Estado, nos sostenía por algo parecido al alma en papel oficial. Sonreía, comprendía vagamente esa condición en algún recóndito lugar de sus ideas y, posiblemente, esa constatación le alegraba. Aún así, no era un polícia de la SS: sádico, esquivo. Era, sencillamente, un inmenso hombrón, estrábico y obeso, un poco triste y confundido, preguntándose sinceramente por qué motivo, de qué forma, un enemigo jurado del proyecto político que él aprendió a querer y a respetar como la única salvación posible para el mundo, de pronto pudo plantarse como un adversario legítimo, elegido del mismo modo que él ha intentado defender por años, es decir, legitimado por sus mismos gritos, por su mismos latidos.
Allí, sentado en mi pequeño lugar del infierno administrativo de este país de garimpeiros, no dejaba de pensar que asistía en primera fila a un espectáculo triste e inevitable: al inicio de un lento proceso de desconcierto y dolor. El triste despertar de un falso sueño donde millones de personas sin oportunidades, sin espacio social, sin futuro, creyeron una vez más ser quienes tenían el poder, cuando, en realidad, apenas si se trató de la ilusión que dibujó la última triste montonera militar del siglo XIX.
Hoy, a casi un año de ese episodio, pienso que las próximas votaciones del 26 de febrero seguramente nos colocarán en una posición equivalente para ambos lados de esta marisma triste y rancia que es la polarización: la mañana del día 27 amaneceremos con un país repleto de diputados de dos colores, un país que debería ser diverso, amplio, complejo, pero que dadas las tristes circunstancias que hemos construido, apenas si será el lugar de dos universos sordos, taimados. Uno de los últimos aburridos trámites administrativos de la lejana batalla de Carabobo.
Imagen vía: laterriblenostalgia
Etiquetas: Actos de Caligrafía
5 Comments:
commented by Daniel Pratt, septiembre 18, 2010 3:40 a. m.
Así es, panita. El episodio fue revelador en muchos sentidos. Por lo demás, yo también envidio (a veces), ese candor.
Un abrazo.
Un abrazo.
commented by septiembre 19, 2010 11:12 a. m.
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Gracias por este bellisimo texto. Desde el extranjero se coquetea con la arbitrariedad del poder de los funcionarios venezolanos mediante ese espacio conocido como consulados. Un espacio en blanco y negro donde es dificil no sentir la incomodidad del control que ejerce aquel que tiene tus papeles en mano. Comico eso de los papeles y el poder que poseen. Me recordò a “Todos los nombres” de Saramago.
Gracias doctor Coll
Gracias doctor Coll
Wolf, tu comentario me hizo recordar un cuento de Santiago Roncagliolo (o como sea que se llame) en el que un peruano y su novia están a las puertas de la embajada de Estados Unidos, en España. Búscate ese cuento, es casi tan divertido y tan triste como pueden ser esos lugares.
Otra cosa: lamento no pillar bien la referencia a Saramago, a quien dios tenga en su merecida gloria, pero la verdad es que el viejito me resultó intragable personal y literariamente.
Un abrazo por allá!
Otra cosa: lamento no pillar bien la referencia a Saramago, a quien dios tenga en su merecida gloria, pero la verdad es que el viejito me resultó intragable personal y literariamente.
Un abrazo por allá!
commented by octubre 06, 2010 11:50 p. m.
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Lo siento, nicol. Pero no veo ni remotamente la lógica que te hace pensar que un blog literario puede tener el más remoto interés en compartir links con la pujante industria de los "coches de segunda mano". En un tiempo, cuando abandone definitivamente la literatura, ETA no sea una amenaza y decida volver a España (de donde mi familia remota jamás debió haber salido a conquistar estas tierras feraces y repletas de mosquitos, por decir lo menos) y abra un taller mecánico, te escribiré.
Por lo pronto, te deseo el mayor de los éxitos en ese fascintante negocio.
Por lo pronto, te deseo el mayor de los éxitos en ese fascintante negocio.
Siento sana envidia por toda la gente que se opone al proyecto político del comandante presidente y que no ha experimentado ese vértigo. Gente que no ha llegado a las mismas conclusiones que tú. Gente con una esperanza luminosa. Gente feliz que no sabe que cien elecciones son apenas el comienzo de una larguísima historia.