Un supuesto Salinger, con amor y sordidez
domingo, junio 21, 2009
Yo leí Un día perfecto para el pez banana (A perfect day for bananafish) pasada la adolescencia, por recomendación de Daniel Pratt. Sin embargo, su efecto delirante me estalló en la mano como una barra de dinamita de la misma forma que pudo haberlo hecho si su lectura hubiese ocurrido en una edad más temprana e impresionable.
Lo mismo me pasó con esa otra joya que es Para Esmé, con amor y sordidez (For Esmé, with love and squalor)
En lo que a mi respecta, esos dos textos serían suficientes para justificar el impacto que J. D. Salinger ha tenido sobre la literatura que le sigue.
Hoy, Salinger es poco más que una incógnita, un terror, una paradoja para los cómodos sueños seriales de la cultura norteamericana. Pienso que lo es, sobre todo, por motivos frívoles y equívocos.
Una cultura del consumo, predecible y ramplona, tolera mal un hecho decisivo: que dos de los asesinos (o potenciales asesinos) del siglo XX lleven consigo un libro del mismo autor. En este caso, The Catcher in the Rye. Uno fue Mark Chapman, quien mató a John Lennon. El otro, fue John Hinckley, quien intentó pero no logró asesinar a Ronald Reagan quien, como buen político, sobrevivió al atentado.
El resultado de esa tensión ha traido una consecuencia mucho más que predecible: justo en los días pasados, un sujeto llamado Fredrik Colting, pero quien se hace llamar J. D. California, acaba de publicar en inglaterra un libro titulado: 60 Years Later. Coming througth the rye. En Moleskine literario, Iván Thays comenta este dato de la disputa legal:
Salinger no ha asistido a la vista que se celebró ayer miércoles, pero en la demanda que presentó hace dos semanas, además de definir el libro como un "simple y puro plagio", aseguraba que el derecho a escribir una secuela de ese clásico de la literatura estadounidense así como a utilizar el nombre de su protagonista le corresponden únicamente a él. El conocido autor pidió que se destruyeran las copias existentes de la supuesta secuela y, además, exigió que se repare el daño ocasionado por el plagio de unos derechos de autor que están valorados "en una enorme cantidad de dinero". La obra de Fredrik Colting ya se ha publicado en el Reino Unido por la editorial sueca Nicotext, que pretende comercializar 60 Years Later: Coming Through the Rye en Estados Unidos a partir del próximo septiembre, si no lo impide una decisión judicial firme.
Sin embargo, más allá de esos aburridos pleitos, de esos mezquinos escritores como J. D. California, quienes persiguen a un autor por sus notorios royalties, antes que por el valor mismo de su obra, los motivos más frívolos y equívos del culto a Salinger se basan en que, en realidad, se trata de una cultura que tolera aún peor la férrea indisposición de Salinger a no querer publicar otro libro.
¿Qué se habrá creído la gente? Salinger fue (o es), un escritor, no tenía por qué comportarse como una máquina que produce caramelos en serie.
En el fondo, se trata del cómodo error de equiparar al libro como objeto de consumo (cosa que, de forma manifiesta, también es), con la noción de un escritor que debería contar con una chimenea y un par de tractores de color amarillo dibujados en el blanco del ojo. Debe ser duro asimilar que un escritor de éxito, como de hecho lo fue Salinger en su momento, de pronto decida abandonar el lugar simbólico en el que lo ha colocado ese éxito y recluirse en una casa en algún bosque de Massachusset, o donde sea que se encuentre, pues el discurso ramplón de todas las culturas de consumo parten de la idea más o menos predecible de que, si un producto es bueno, pues entonces es preciso que se le siga produciendo (en realidad, eso es falso. O lo es en la medida en que seguramente son más los productos malos que se mantienen en el tiempo que los productos buenos que lo hacen pero ese, después de todo, es otro tema).
Es claro que Salinger tenía el derecho de publicar o no publicar según le pareciese. Independientemente cuán bien lo pudiese hacer. Si, en ese camino, le resultó que lo que había publicado era suficiente como una forma de redondear su obra, pues entonces no queda más que admitir que allí, en ese límite, se fijaron los límites de su obra.
Cada quien ha hecho el intento que mejor le parece para elaborar ese drama. Quizá uno de los intentos más notorios (aunque irremisiblemente cursi) pueda ser esa película vagamente torpe que es, que fue, Finding Forrester, donde un Sean Connery más bien correcto, hace la versión doppelgänger de J. D. Salinger.
Lo triste, lo absurdo de esta historia, es que el morbo que despierta la reclusión de Salinger ignora, sistemáticamente, dos hechos tristes y más bien evidentes. El primero: que Salinger, igual que su doble Seymour Glass, quedó destruido por la guerra. El segundo: que los aparentes actos de rareza de J. D. Salinger podrían explicarse de un modo triste, conmovedor y cotidiano con una sola idea: Saliger, señores, es un escritor brillante que se volvió loco y que, en consecuencia, ha decidido hacer lo que cualquier persona que se vuelve loca no tiene más remedio hacer: vivir su vida bajo esas precisas coordenadas, más allá de lo que lógicamente habría hecho en otras condiciones.
En fin. Con eso basta.
Ahora, lo que toca es apuntar al grano: más allá de la noticia, de por sí importante, de que casi toda la obra literaria (si no toda la obra literaria) de J. D. Salinger puede leerse en su idioma original pulsando justo aquí, el objetivo final de esta pretendida breve nota es llamar la atención de otros argonautas sobre la supuesta primera traducción de un viejo texto de Salinger que, sin embargo, permanecía fuera del ámbito de sus lectores en castellano. Ignoro si esa traducción es la primera o no. Me temo, además, que no tengo ninguna forma de saberlo. En todo caso, el título del cuento original es: The Hang of It, y fue publicado publicado en Collier's, en el año de 1941(donde, de hecho, aparece parte importante de su obra no reunida). La traducción es una cortesía del blogger Antonio Díaz Oliva. El cuento, en castellano, es así:
The Hang of It
J. D. Salinger
ESTE país perdió a uno de sus más prometedores jóvenes –uno que nunca se atrevería a jugar pinball- cuando mi hijo, Harry, fue reclutado en la Armada. Como su padre, me doy cuenta de que Harry no nació ayer, pero cada vez que lo miro, juro que todo pasó en alguna fecha temprana del año pasado. Por eso me gusta decir que la Armada estaba recibiendo otro Bobby Pettit.
En 1917 Bobby Pettit vistió el mismo traje que a Harry le queda tan bien. Pettit era un flacuchento chico de Crosby, Vermont, pueblo que queda en los Estados Unidos también. Algunos de los chicos de la compañía decían que Pettit había pasado sus años de infancia dejando que el jarabe de Arce de Vermont llenara lentamente su cabeza.
Además en ésa compañía, allá por 1917, estaba el Sargento Grogan. Los chicos tenían todo tipo de ideas acerca del origen del Sargento: buena persona, digno de confianza, incalificable. Todas ideas que no merecen ser repetidas.
Bueno, en el primer día de Pettit en las barracas, el Sargento enseñó la instrucción al pelotón sobre el manual de armas. Pettit tenía una ingeniosa y original manera de sostener su rifle. Cuando el Sargento gritó “¡Armas al hombro derecho!” Bobby Pettit cambió a su hombro izquierdo. Cuando el Sargento solicitó “¡Porten armas!” Pettit cumplió con presentar su arma. Era una manera bastante segura de atraer la atención del Sargento, por lo que él se acercó a Pettit sonriendo.
“Bueno, chiquillo estúpido”, recibió el Sargento, “¿cuál es tu problema?”
Pettit rió. “De vez en cuando me confundo”, explicó fugazmente.
“¿Cómo te llamas?”, preguntó el Sargento.
“Bobby. Bobby Pettit.”
“Bueno, Bobby Pettit”, dijo el Sargento, “Te llamaré solamente Bobby. Siempre les digo a mis reclutas por su nombre. Y ellos me llaman mamá. Igual como si estuvieran en casa”.
“Oh”, dijo Pettit.
Luego el Sargento se dio unos pasos atrás. Todo alboroto tiene dos finales; uno iluminado y uno rodeado con dinamita.
“Escucha, Pettit”, vociferó el Sargento. “Esto no es para pasar al quinto grado. Estás en la Armada, chico estúpido. Se supone que sabes que no tienes dos hombros derechos y que portar armas no es lo mismo que presentar armas. ¿Cuál es tu problema? ¿Acaso no tienes cerebro?”
“Señor, juró que me acostumbré”, predicó Pettit.
AL día siguiente teníamos que practicar montando las tiendas de campañas y empacando provisiones en nuestras mochilas. Cuando el Inspector se acercó a ver, se dio cuenta que Pettit no se había molestado en martillar los ganchos de la tienda de campaña debajo de la superficie de la tierra. Observando el sutil defecto, el Sargento, con una vara en su mano, hizo colapsar enteramente las pequeñas lonas que formaban la campaña de Bobby Pettit.
“Pettit”, clamó el Sargento. “Tú eres… sin ninguna duda… el más imbécil… el más estúpido… el más torpe recluta que he visto. ¿Estás loco, Pettit? ¿Cuál es tu problema? ¿Acaso no tienes cerebro?
Pettit dijo, “Lograré acostumbrarme”.
Luego todos empacaron sus mochilas. Pettit empacó la suya como un veterano, justamente como uno de los Chicos de Azul. El Sargento se acercó para inspeccionar a los reclutas. Solía pasar por detrás de los traseros de ellos, y con una vara pequeña, golpeaba la espalda de la mochila de cada uno de sus “hijos”.
Se acercó a la mochila de Pettit. Me reservaré algunos detalles. Sólo diré que todo se desparramó excepto los últimos cinco segmentos de la columna vertebral de Pettit. Fue un sonido enfermante. El Sargento se acercó para enfrentar a Pettit, o lo que quedaba de él.
“Pettit. Conocí un montón de tipos estúpidos en mis tiempos”, dijo el Sargento. “Montones. Pero tú, Pettit, tú eres el maestro de tu propia clase. ¡Porque eres el más estúpido!”
Pettit se paró desequilibradamente.
“Señor, me acostumbraré”, dijo.
EL primer día de la práctica de tiro, seis hombres en posición de postramiento, dispararon al mismo tiempo a seis blancos. El Sargento pasó de un lado al otro, examinando las posiciones de fuego.
“Pettit. ¿Por cuál ojo estás mirando?”
“No sé”, dijo Pettit, “El izquierdo, supongo”
“¡Tienes que mirar a través del derecho!”, vociferó el Sargento. “Pettit, te estás llevando veinte años de mi vida. ¿Cuál es tu problema? ¿Acaso no tienes cerebro?”.
Eso fue poco. Cuando, después de que todos los hombres habían disparado, y los blancos se estaban enrollando, hubo una sorpresa para todos. Pettit le había disparado todos sus tiros al blanco del tipo que estaba a su derecha.
El Sargento casi tuvo un ataque al corazón. “Pettit”, dijo, “no tienes espacio en la Armada. Tienes seis pies. Tienes seis manos. ¡Pero todos sólo tienen dos!”
“Me acostumbraré”, dijo Pettit.
“No me digas eso de nuevo. O te mato. Te juro que te mato, Pettit. Porque te odio, Pettit. ¿Me oyes? ¡TE ODIO!”
“¿No bromea?”, dijo Pettit.
“Ninguna broma acá”, le dijo el Sargento.
“Señor, me acostumbraré”, dijo Pettit, “Verá. No bromeo. Me gusta la Armada. Algún día seré coronel o algo por el estilo. No bromeo”.
NATURALMENTE no le dije a nuestra esposa que nuestro hijo, Harry, me recuerda al Bob Pettit de 1917. Pero sin embargo, todavía él me lo trae a mente. De hecho, el chico está teniendo problemas con su Sargento en el Fuerte Iroquois. Parece, según mi esposa, que el Fuerte Iroquois posee uno de los más mandones, duros, y severos Sargentos del país. No hay necesidad, dice mi esposa, en ser duro con los chicos. No es que Harry se haya quejado. A él le gusta la Armada, pero le cuesta bastante satisfacer a ese terrible primer Sargento que le tocó. Sólo porque no ha logrado acostumbrarse.
Y el Coronel de su regimiento. Él no es ayuda para nada, siente mi esposa. Todo lo que hace es caminar alrededor y dárselas de importante. Un Coronel debería ayudar a los chicos, no como ese regañadientes Primer Sargento que no les saca provecho, sólo les destruye sus espíritus. Un Coronel, asegura mi esposa, debería hacer más que sólo caminar por los alrededores.
Bueno, hace unos cuantos sábados atrás los chicos del Fort Iroquois realizaron su primera parada militar. Mi esposa y yo estuvimos ahí en las primeras filas, y con un aullido que casi me voló el sombrero, ella alentó a nuestro Harry mientras marchaba.
“Ha perdido el paso”, le dije a mi esposa.
“Oh, no seas así”, dijo ella.
“Pero está fuera del paso de los demás reclutas”, dije. “Se supone que eso es un crimen. Supongo que le tendrían que disparar por eso. Ahora volvió a retomar el paso. Sólo lo perdió por un minuto”.
Luego, cuando el Himno Nacional estaba siendo tocado, los reclutas estaban parados con sus rifles para presentar armas. A uno de ellos se le cayó al suelo, lo que provocó un estrepitoso sonido en el campo.
“Ese fue Harry”, dije.
“Le pudo haber pasado a cualquiera”, respondió mi esposa. “Mantente callado”
Más tarde, cuando la parada militar acabó y los soldados se habían desparramado, el Primer Sargento Grogan vino a saludar. “Cómo le va, Señora Pettit”
“Bien, gracias”, dijo mi esposa, un poco fría.
“¿Cree que haya alguna esperanza para nuestro chico, Sargento?”, pregunté.
El Sargento sonrió abiertamente y movió su cabeza. “Ni una oportunidad”, dijo. “Ni una oportunidad, Coronel”.
Aquí, el texto en su original en inglés.
Imagen vía: La Vanguardia
Etiquetas: The Authors Studio
2 Comments:
commented by ADO, junio 28, 2009 4:03 p. m.
Antonio: qué bueno enterarme de tu visita.
Es magnífico poder agradecerte en directo el gesto de traducir este texto al español. Estoy a la orden para hacer correr otros que tengas por ahí del viejo Salinger.
Un saludo afectuoso desde Caracas
Es magnífico poder agradecerte en directo el gesto de traducir este texto al español. Estoy a la orden para hacer correr otros que tengas por ahí del viejo Salinger.
Un saludo afectuoso desde Caracas
commented by junio 28, 2009 6:22 p. m.
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Y sí: creo que es la primera traducción del cuento. Antes de hacerla, intenté buscar otras, pero no hallé ninguna. He intentado traducir otros de los inéditos de J.D. Salinger, por el simple hecho de ser fan de su obra. Y de tener -a veces- las ganas y tiempo de hacerlo.
Saludos desde Chile