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Argonáuticas 2.0

Detectivismo Literario

Der Himmel über Berlin (und Caracas)

jueves, mayo 07, 2009



A mi papá, In memoriam.


A principios de los noventa el muro de Berlín ya había caído. Mijahil Gorvachov acababa de jugar su partida final en el intrincado ajedrez de la perestroika que supuso, también, su propia demolición. George Bush Senior (es un eufemismo) era presidente de los Estados Unidos en sucesión de Reagan. Un teniente coronel daba un golpe de estado relativamente sangriento, relativamente inepto, relativamente confuso en Venezuela. Mis padres acababan de divorciarse: mamá llevaba una mano hasta su boca en una cocina que antes no existía en mi vida. Papá veía el humo de su cigarrillo con la vista fija sentado en otro lugar, vestido con camiseta y bermudas, a todavía más de quince años de su muerte.

Vivía en una ciudad plana donde los pájaros eran objetos afilados y en la tarde los árboles tenían una oscuridad que guardaba algún presagio. Acababa de entrar en la adolescencia y me sentía solo y triste, con la certeza implacable de saber que la vida podía ser un lugar doloroso y ruin. Pero también tenía esperanzas. Confusamente algo latía y ese algo era bueno. Apenas uno, dos años atrás, al inicio de las vacaciones escolares, entré a la biblioteca de una amiga de la familia y me llevé tres libros. Los leí con fascinación, con maravilla, con desasosiego en una habitación fría y silenciosa desde la que podía ver una simétrica hilera de pinos, donde una casa de piedra y techo de tejas rojas mantenía un gallo en su ángulo más alto. Ahora, caminaba por las avenidas de aquella ciudad plana, por las tardes de diciembre donde un sol imposible estallaba con algo de la lánguida procacidad de un huevo frito. Leía con ingenuidad, pero esa sencillez se sostenía sobre un movimiento intuitivo que me orientaba a los lugares donde estaba, también, la vida.

Me orientaba por la fuerza de la atracción. Terminaba un libro y podía sentir que si ese libro construía un mundo, entonces esa ficción era una buena ficción. Cuando vi una copia de Las Meninas en una casa de jardines olvidados, donde una silla de playa moría de tedio bajo una glorieta rota y una adolescente esquiva simulaba un rapto de una enfermedad ingenua y melancólica, no necesité saber que era una obra de Velásquez y que era un punto virtuoso en la historia de la pintura. Sólo necesité la explosión de un torrente privado, la sutil turbación de sorpresa y fascinación para entender que era algo hermoso, para comprender que la vida escondía una desesperada belleza detrás del mundo silencioso que habitaba.

Descubrí la belleza de la literatura, de la pintura, de la música en una época opaca de mi vida, casi en silencio, alentado por algunas personas bondadosas que me prestaron libros, que no hipotecaron mi interés con discursos grandilocuentes, con episodios de falsa importancia. Supongo que es por esa razón que jamás he sentido que la literatura (que cualquier manifestación del arte) pueda ser equiparada con un imperativo ideológico, un trámite de burócratas, un ejercicio de simulaciones. Supongo, además, que esa es la razón secreta por la que siempre he descreído de las prescripciones de exquisitez literaria, de las señoras persistentes que medran en las salas de las exposiciones y describen con opacidad y hastío el sentido de un poema, el secreto de una pieza de Brahms con un rostro desvastado por la mediocridad de una vida donde no existió jamás la pasión, por un gesto que delata el cálculo privado de un confusos privilegios, de anticuados sueños de distinción y refinamiento.

En mi historia privada, en el modesto y personal recorrido de mi propia existencia, el arte me salvó de una adolescencia descorazonada y todo lo que pueda decir en su favor es infinitamente menos elocuente y burocrático que unas cuantas palabras escritas en itálicas y con ribetes vagamente académicos.

Ahora, cuando mi papá acaba de morir, cuando mi primer libro en solitario acaba de aparecer en las librerías de Caracas, no me queda más remedio que pensar que todo eso comenzó allá, a lo lejos, que en una cierta vaga y melancólica manera, sostengo un trozo del muro de Berlín en la desnuda palma de mi mano. Creo que entiendo. Creo, en paz, que hay algo qué agradecer en todo este tiempo. Es lo que hago ahora. En silencio, en soledad, agradezco.

Imagen vía: voiceover

Etiquetas:

Por P. E. Rodríguez/R.Coll, 7:54 p. m.

9 Comments:

¡Fabuloso!
Gracias por compartirlo.
Un abrazo
Gracias a ti, Ramiro. Saludos por allá.
Lo lamento mucho, Pedro.
Pero ese cielo sobre Berlín, o esas alas del deseo, siempre van sobrevolar.
Un abrazo.
G.
Así es, Gustavo. Gracias por el comentario.

He seguido leyendo la revista. Pronto la referencio por acá.

Un abrazo de vuelta.
Hermoso tributo. Impecable.
Gracias, Javier. Qué bueno que ese pequeño post tenga un buen lector como tú. Te llegó la invitación para el próximo jueves?

Abrazo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
commented by Blogger O., mayo 20, 2009 10:56 a. m.  
pedrito,

uno de mis mejores amigos es el hijo de un desaparecido de la dictadura argentina. su padre nunca murio oficialmente, con todo el dolor que conlleva un luto inconcluso.

un dia decidio conmemorar a su padre el 24 de marzo, dia en el que videla tumbo a isabelita. no era una solucion, pero si el dolor tiene una fecha, los demas dias tienen derecho de transcurrir en calma.

hace un par de anios, el 24 de marzo, nacio su primer hijo.

asi es la vida.

y los padres desaparecidos suelen caminar entre nosotros, en caracas o en berlin, y celebrar un hijo, un libro. como si no hubiera pasado nada.
commented by Blogger O., mayo 20, 2009 10:57 a. m.  
Osérico: ese es el tipo de historia que uno piensa que nada más ocurre en la literatura.

Pero qué se le va a hacer: la vida imita al arte, está visto.

Gracias por ese cuento. Significa mucho leerlo y captar, creo, lo que significa.

Un abrazo, panita.

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